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EL MITO DE SÍSIFO

13 Ago 2008
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Una información exótica proviene del Consejo de Estado: ha proferido una sentencia según la cual cabe la tutela contra las sentencias de la Corte Constitucional, pese a que hay norma expresa en el sentido de que contra ellas no procede recurso alguno.


La Constitución no contempla ni remotamente esa posibilidad, y, por el contrario, confía a la Corte Constitucional la función de revisar eventualmente los fallos de cualquier juez o tribunal -incluidos la Corte Suprema, el Consejo de Estado y el Consejo Superior de la Judicatura- en materia de tutela. La revisión no es una instancia, sino el mecanismo para unificar, en la cúspide, la jurisprudencia sobre tutela y sobre derechos fundamentales. El fallo de revisión es el más alto, y último que se puede dictar en la materia, y pone fin a toda controversia acerca del asunto tratado en las instancias. Por eso, carece de sentido que ese fallo pueda ser a su vez objeto de nueva tutela.


El Consejo de Estado, la Corte Suprema, y todo otro tribunal carecen de competencia, y también de jurisdicción, para fallar sobre sentencias de la Corte Constitucional. De modo que cualquier pronunciamiento de ellos al respecto configuraría una clara vía de hecho, en cuanto se extralimitarían en el ejercicio de sus funciones.


De abrirse paso esta posibilidad, se produciría un efecto "cascada": contra el fallo de la justicia ordinaria de primera instancia, apelación; contra el de segunda instancia, casación; contra el de casación, tutela; contra el de tutela de primera instancia, uno de segunda instancia; contra éste, revisión de la Corte Constitucional; y, si esta absurda tesis prospera, contra el fallo de revisión, uno de primera instancia; contra él, impugnación; contra él nueva revisión de la Corte Constitucional; y, como en la recordada obra de Albert Camus, "El mito de Sísifo", volver a comenzar, para jamás llegar a una decisión definitiva. Totalmente lo contrario de la pronta y cumplida justicia que la Constitución proclama. Lo opuesto al derecho de acceso a la administración de justicia.


Además, se contraría la tesis de la Corte Suprema y del propio Consejo de Estado respecto a la tutela contra sus providencias, que consiste en que no cabe el amparo contra los órganos de cierre, como lo es la Corte Constitucional, en lo relativo a la Carta Política órgano de cierre de las decisiones de los órganos de cierre.


www.elementosdejuicio.com

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La reciente detención del ex presidente del Congreso y actual presidente del partido "de la U", Carlos García Orjuela, independientemente de su culpabilidad o inocencia –que se presume mientras no sea condenado-, desde el punto de vista político representa -al lado de la detención de otros importantes jefes uribistas, en especial Mario Uribe, por causa de la "parapolítica", y de las denuncias y condenas de la llamada "yidispolítica"- un duro golpe para el Gobierno, pues ese partido dice ser el del Presidente de la República, y es sin duda el partido del Ministro de Defensa-. Es también un golpe para el uribismo, ya que otros partidos de esa misma corriente –como Cambio Radical- están diezmados por la "parapolítica"-, pero es ante todo un golpe fuerte para la gobernabilidad que resulta afectada de manera ostensible por lo que, a estas alturas, configura una verdadera crisis institucional de grandes proporciones y de efectos incalculables.

Quiero distinguir entre la objetiva situación de ingobernabilidad y el prestigio del presidente Álvaro Uribe, toda vez que la aceptación y popularidad del Presidente resulta eficaz -hasta ahora ha resultado- para detener la arrasadora fuerza del escándalo.

En efecto, mientras la popularidad es algo manipulable con un buen uso de los medios al servicio del Gobierno, y con una labor eficiente y productiva de las firmas encuestadoras, la gobernabilidad guarda relación con el conjunto material y real de elementos objetivos que dentro de la institucionalidad, permiten a un gobierno –cualquier gobierno- conducir a la sociedad a las metas que persigue, sin hallarse en el predicamento insalvable de destinar sus capacidades, empeño y esfuerzos a la propia defensa, cuando en circunstancias normales deberían estar dirigidos a realizar el programa previsto para su administración, así como a solucionar los muy variados problemas de la colectividad.

La pérdida de gobernabilidad, en el caso actual, no es apenas un percance, un incidente o un contratiempo -superables-, sino que se traduce en una continua inestabilidad; en un permanente sobresalto, en una necesidad indefinida de estar en guardia para contrarrestar escándalos, denuncias, decisiones judiciales adversas, informes, noticias, comentarios de medios de comunicación nacionales e internacionales; o de adelantarse a todas esas situaciones para salir airoso el gobierno ante la opinión pública. Eso implica ver, por ejemplo, al Presidente de la República descendiendo de su nivel de Jefe de Estado, para litigar personalmente ante la prensa, en un ir y venir de comunicados, con el objeto de contradecir y desacreditar los testimonios de una ex representante a la Cámara, condenada por cohecho, al haber recibido prebendas y canonjías –como lo dictaminó la Corte Suprema de Justicia- a cambio de su voto –el decisivo- a favor del Acto Legislativo que hizo posible la reelección de ese mandatario. O contemplar, como lo venimos haciendo hace varios meses, una permanente refriega entre el Presidente y los magistrados de la Corte Suprema –incluso los auxiliares- que ha llegado inclusive, al nivel de denuncia de carácter penal formulada por el Presidente de la República contra quien desempeñó en 2007 el cargo de Presidente de dicha Corporación. O se muestra en las más recientes gestiones de buenos oficios de la Iglesia Católica, para que así, sea en el Palacio Arzobispal, se reúnan –como lo logró el Cardenal Rubiano- Gobierno y Corte, para "limar asperezas", como si el curso normal de los procesos que involucran a los amigos y parientes del Ejecutivo se pudieran detener o cerrar en gracia de un saludo cordial, o de una reunión amable.

Al momento de escribir estas líneas, el nuevo Ministro del Interior y Justicia intenta por todos los medios una "solución amigable" a lo que algunos llaman "el distanciamiento" entre el Ejecutivo y las altas corporaciones de la Justicia y con su experiencia de político, acostumbrado a arreglar todos los problemas en un desayuno o en una charla, está convencido de que logrará "ablandar" a los magistrados formulando propuestas deshilvanadas de reforma constitucional que consagre la cooptación, que les prolongue el período de su ejercicio a doce años, que aumente la edad de retiro forzoso, pero que a la vez asegure para el Presidente la facultad exclusiva de hacer postulaciones para el cargo de Procurador General, uno de los que faltan para estar en la repleta bolsa que maneja con pericia el doctor Uribe.

Todas estas características modalidades de actuación gubernamental, que distraen al Gobierno de su primordial papel a favor de la República, no afectan, sin embargo, la popularidad del Presidente, quien la encuentra y la renueva mediante las acciones militares y la lucha contra las FARC; el rescate de unos secuestrados –en especial el de Ingrid Betancourt- en el curso de una operación exitosa; las marchas a favor de la libertad y la campaña por el referendo para una segunda reelección.

Pero nos preguntamos: ¿Todo eso será suficiente para que la popularidad presidencial sea simultáneamente la mejor prenda de que el país está siendo gobernado? ¿Serán la guerra y el manejo de medios y encuestas los únicos factores de nuestra estabilidad política y jurídica?
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(*) Columna publicada originalmente en "Semanario virtual CAJA DE HERRAMIENTAS"
www.viva.org.co

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Si alguna enseñanza deja el capítulo de la operación “Jaque” -enseñanza que se ha debido aprender desde el conflicto internacional surgido por causa del operativo que culminó con la muerte de Raúl Reyes- consiste en que, a diferencia de los delincuentes (que no vacilan en utilizar cuanto medio esté a su alcance, generalmente ilícito, para alcanzar sus perversos objtivos), el Estado debe lograr sus propósitos -que se confunden con los fines proiritarios de la sociedad- sometiéndose a principios.
Así, por loable que sea la finalidad buscada, el Gobierno debe convencerse de que los resultados exitosos de sus acciones no legitiman los instrumentos usados para conseguir el éxito. El Estado debe someter su actividad a unas reglas, de orden constitucional, legal, internacional, ético, que no le permiten igualarse, en comportamientos, con aquéllos a quienes combate. De modo que si la guerrilla no tiene inconveniente en irrespetar durante sus acciones criminales los símbolos de las organizaciones internacionales humanitarias, el Estado, aun en operaciones con objetivo humanitario -como la operación “Jaque”- está obligado al respeto permanente y escrupuloso de esos símbolos. No puede usarlos como quiera y sin autorización. Y si la guerrilla no vacila en invadir territorio extranjero, el Estado no puede planificar y ejecutar una operación militar en territorio de un país vecino sin su previo permiso.
El Estado no puede legitimar los actos indebidos a partir del éxito, por cuanto entonces sacrifica su propia ética. Se comporta por fuera de los principios que lo obligan, y se equipara a los delincuentes. Por ello, es sano el debate actual sobre la operación “Jaque”. Una operación cuya perfección se frustró por no respetar los principios.

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La guardia pretoriana que protege desde los tiempos de César Gaviria como ministro de Hacienda, y posteriormente como fortuito Presidente, el modelo neoliberal, ha saltado como jauría envenenada contra el presidente Uribe porque dijo en uno de esos proselitistas consejos comunales que “ninguna institución del país podía tomar decisiones sin oír al pueblo”.

La admonición del Presidente iba dirigida, como todos sabemos, contra el Banco de la República que determinó, dentro de la misma hermenéutica neoliberal, elevar las tasas de interés dizque para atacar la tendencia inflacionaria que registra el país, y que en los primeros seis meses del año se ha engullido la mezquina alza del salario mínimo que decretó el gobierno para la vigencia en curso.

Con toda la discrepancia que se pueda tener con el Presidente; incluso, con toda la repugnancia que se pueda sentir hacia el origen de su mandato y sobre su estilo gubernamental, uno, o al menos yo, debe admitir que en este caso específico, tiene toda la razón.

Si algo criticamos los ideólogos socialistas con profunda convicción, es el imperio de la tecnocracia que en el mundo neoliberal se ha impuesto por parte de unos teóricos que basados en textos de libro consideran que el mundo es plano y que lo que puede funcionar en un país desarrollado económicamente, con pesos y contrapesos más o menos establecidos, también debe funcionar en un país subdesarrollado, dominado por familias hegemónicas en lo económico y lo político.

Nada tan absurdo en la cacareada democracia como la entronización de una tecnocracia sin responsabilidad política porque su poder no lo deriva del pueblo, compuesta por unos sabiondos alquilados mental y económicamente al capitalismo salvaje, ese que adora el mercado y venera el interés particular por encima del bienestar general.

Tan férrea es su idolatría que han osado desafiar al ‘Papa’ del neoliberalismo en Colombia porque ha dicho una verdad, así quede mancillada en sus profanos labios: ninguna institución en un país democrático puede tomar decisiones sin oír al pueblo.

No podemos –no puedo- acusar primero de demagogo a Uribe (porque su admonición al emisor no pasa de ser una burda demagogia), sin hacer notar de la opinión popular que los perros que ladran a Uribe están azuzados por los organismos multilaterales que aupan teóricamente el neoliberalismo universal: FMI, Banco Mundial y CM, cabezas de playa, y por el poder financiero que ha sido puesto por ese mismo modelo por encima de todo interés divino o humano: así de simple.

Uno de esos mastines dice en su columna de El Tiempo que quedó “atónito” cuando oyó al presidente Uribe decir que ninguna institución del país podía tomar decisiones sin oír al pueblo; atónito, agregamos nosotros porque se refería al Banco de la República, y nada más.

Ese “atónito” pasó por alto otras decisiones tomadas por la institución más importante de todo país como es la Presidencia de la República “sin oír al pueblo”, que a mi y muchos otros nos han dejado atónitos, como la invasión a un país vecino para cobrar la cabeza de un guerrillero, el plagio de un símbolo internacional como la Cruz Roja y de un emblema periodístico que al menos en la suposición todavía creemos que representa neutralidad en la operación de rescate de Ingrid y cía, y más recientemente, la pena de muerte que libró con nombre propio contra unos delincuentes, cierto es, que integran lo que en el argot de la parapolítica en Colombia se conoce como “La oficina de Envigado”.

El hecho de que un mentiroso diga la verdad, puede que le reste mérito, pero no deja de ser verdad. Así, aunque haya sido dicho por Uribe, yo tengo que compartir que “ninguna institución del país puede tomar decisiones sin oír al pueblo”, y eso es lo que ha hecho desde el advenimiento del neoliberalismo en Colombia el pomposamente llamado “autónomo”, Banco de la República.

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