La violencia o la grosería, agregadas a los argumentos, producen el efecto de anular esos argumentos, por valiosos que sean, en cuanto les quitan legitimidad. Se puede tener la razón, pero al exponerla mediante la agresividad física o verbal, su contenido pierde importancia.
Protestar, por cualquier causa, es un derecho en las democracias. El pueblo tiene, además, la libertad de reunión que hace parte de las libertades fundamentales. De suerte que se puede reunir para manifestarse en contra de algo o de alguien, y para oponerse a medidas o decisiones de Gobierno, o para pedir a la administración que se haga o se deje de hacer.
Pero es claro que tales reuniones, para merecer la protección de las autoridades en los términos de la Constitución, tienen que cumplir, ante todo, con el requisito de ser pacíficas. Si no lo son, pierden su carácter original; se convierten en asonadas, o en ataques de vándalos, y caen bajo el imperio de las normas jurídicas que obligan a las autoridades a reprimirlas y a imponer las sanciones pertinentes, sin perjuicio de la responsabilidad civil generada por los daños que causen.
De modo que, en el concepto de la protesta -amparada por el Derecho, y a la cual no se puede oponer el gobernante, a menos que se trate de un dictador- no está comprendida la violencia contra las personas o las cosas, y si se ejerce, la protesta queda automáticamente despojada de toda garantía. La protesta violenta no puede ser reclamada como derecho. Es un abuso del derecho.
Pensábamos en ello el domingo anterior, cuando a raíz de la visita del presidente Bush -que tampoco gustaba mucho a quien esto escribe- se desataron en Bogotá protestas caracterizadas por la violencia y la barbarie. En el curso de acciones irracionales, absurdas en sí mismas, los manifestantes destrozaron y saquearon establecimientos de comercio y sedes de instituciones financieras, que en modo alguno tenían vinculo con la presencia en el país del Jefe del Estado norteamericano, y que aun en tal caso, de ningún modo tenían que soportar el atropello a sus instalaciones por personas energúmenas, so pretexto del desacuerdo con el huésped.
Ahora los afectados tendrán que demandar a la Nación y especialmente al Distrito -el Alcalde Mayor es el jefe de policía de la capital- para que respondan por los daños inferidos, en razón de una falla en el servicio. Y tenemos que preguntarnos, hacia el futuro, cómo harán los partidos y los sindicatos para evitar que las protestas pacíficas que convocan se les salgan de las manos.
Por supuesto, estos hechos fueron lamentables, y ante el mundo no quedaron mal Bush ni Uribe, sino los que protestaban.