Uno supondría que el candidato en campaña, con miras a alcanzar el favor popular para ser elegido en cualquier cargo, en especial si se trata de la alta dirección del Estado, se reúne con diversos grupos y organizaciones dentro del criterio de exponer sus ideas, propuestas y aspiraciones, y también con la finalidad de oír, de labios de sus integrantes, todo aquello que los inquieta o preocupa en relación con las materias que serán objeto del trabajo del aspirante si llega a desempeñar el puesto en cuya búsqueda se encuentra.
Aunque no fuera ese el escenario, lo propio de toda reunión entre personas es el intercambio de conceptos, que no necesariamente son los mismos, acerca de los asuntos que precisamente los congregan, para debatir o para tomar decisiones.
Podría afirmarse que es propia de la racionalidad humana la tendencia a pensar de manera diferente, independiente, sin necesaria conexión con lo que piensan los demás, y justamente los encuentros interpersonales tienen por finalidad que esos distintos modos de creer, de reflexionar y de enfocar los problemas tengan oportunidad de confrontación, de examen, de controversia, de mayor información, en búsqueda de acuerdos y consensos.
Para poder alcanzar, siquiera en mínima parte, ese propósito, resulta indispensable el diálogo, que en sí mismo -a diferencia del monólogo- obliga a quienes conversan, más que a imponer sus conceptos, a recibir, escuchar y procurar comprender los expresados por los otros, ya que si todos asumieran, desde el comienzo, posiciones inmodificables y sostuvieran de manera inflexible, como verdades absolutas, las ideas que ya tienen elaboradas, perdería toda utilidad y razón de ser el diálogo, y por supuesto sobraría la reunión.
Así las cosas, quien concurre al seno de una cierta comunidad para exponer sus criterios, debe estar dispuesto a que otras personas expongan criterios distintos, e inclusive a que las ideas contrarias, bien manifestadas, lo hagan cambiar de parecer. La confrontación civilizada de los distintos enfoques puede producir el acuerdo, o profundizar las diferencias, pero lo que no tiene cabida en tales casos es la dictadura de la palabra que, merced a la intolerancia de cualquiera de los expositores, considerándose poseedor de la verdad absoluta e inmutable, impone a sus contertulios su particular convicción, negando a todos la contrapartida que consiste en exhibir con libertad sus propios argumentos.
Si esto ocurre en cualquier grupo humano, se genera necesariamente el conflicto, pero si acontece respecto de un candidato que busca adherentes, lo que consigue con su intransigencia no es otra cosa que el rechazo y la protesta, por lo cual, para el logro de sus fines, la tiranía ideológica no es la mejor estrategia.
Decimos todo esto a propósito de lo acontecido por estos días en la Universidad Javeriana de Bogotá, cuando el Presidente de la República y candidato a la reelección se presentó ante su auditorio, no con el propósito de convencerlo o de aumentar el número de sus adeptos, sino con la vana pretensión de imponer sus propias opiniones, desconociendo a los estudiantes la elemental libertad de expresar las suyas.
Al doctor Uribe, al parecer, le gusta más el monólogo que el diálogo.