Es lamentable que la rama judicial del poder público, hasta hace pocos años rodeada de prestigio y credibilidad, esté hoy de modo permanente expuesta a la crítica -ácida y mordaz- y a las faltas de respeto, en buena parte por culpa de algunos de sus propios integrantes, sin excluir a magistrados de las altas corporaciones.
En cualquier parte del mundo, los jueces y magistrados, con independencia de su nivel, son los funcionarios estatales más respetados y atendidos, por cuanto en sus manos está nada menos que la atribución de definir la suerte de personas e instituciones, sobre la base de aplicar a los casos concretos las reglas que conforman el Derecho Positivo; la autoridad para condenar o absolver; la preservación del orden y la defensa de la libertad; la facultad de interpretar las normas de la Constitución y de la ley en los más diversos aspectos que interesan al Estado y a la sociedad en general, y al ciudadano común en particular. En síntesis, la función de "decir el Derecho", lo que precisamente, viniendo del latín (Juris dictio), da nombre a la trascendental función que desempeñan.
En Colombia, en cambio, muchos jueces y magistrados -no todos, por supuesto- han caido en el triste papel de ejecutores de las decisiones que, sin conocimiento del Derecho, ni de los antecedentes procesales, adoptan los medios de comunicación. Si éstos condenan a una persona o si la absuelven, el juez no puede sino hacer lo propio, sin que para ello sea preciso consultar el expediente, si ese juez no quiere someterse a lo que el penalista Alfonso Gómez Méndez ha definido como el "linchamiento mediático". Eso no es otra cosa que prevaricato.
Es necesario que la judicatura se despierte y recobre su dignidad y su papel de árbitro, respetable y respetado.