La experiencia y la naturaleza de las cosas nos han enseñado que las dictaduras, para sostenerse, apelan siempre a la suspensión o anulación de las libertades públicas. Por eso, después de un golpe de Estado, lo primero que hace el Gobierno de facto es intervenir o cerrar los canales de comunicación, las emisoras de radio y los periódicos, e imponer la censura, para que dentro y fuera del país respectivo no se oigan sino las voces de apoyo a la justificación que necesariamente exponen sobre sus actos los nuevos detentadores del poder.
Otra característica de los cuartelazos consiste -quizá por el sentimiento de culpa, que ocasiona lo que los sicólogos denominan un complejo- en alegar las profundas convicciones democráticas y patrióticas de los golpistas, quienes en forma desesperada se presentan invariablemente como auténticos defensores del pueblo y de la institucionalidad, como si no acabaran de atropellarlos. Siempre son los redentores que con toda generosidad se han sacrificado en beneficio de los más caros valores de la sociedad y en guarda del Estado de Derecho.
Naturalmente, no aceptan haber propinado un golpe de Estado. Y siempre encontrarán abogados abyectos que, disfrazados de juristas, ingeniarán argumentos, fundados en la misma Constitución violada, para sostener que el golpe era necesario e inevitable; que se trata de una transición hacia la plenitud democrática; que el gobernante depuesto era corrupto; que todo se hace en nombre de la libertad y de la justicia. No es sino recordar las arengas hitlerianas, los discursos de Pinochet, las intervenciones públicas de Videla, o las larguísimas proclamas de Fidel Castro.
Por eso no es de extrañar que el último en entrar a esa vergonzosa galería, el señor Micheletti en Honduras, haya decidido suspender las más elementales garantías constitucionales, con el argumento de que lo hace para sostener la democracia.