No se convence el Gobierno de que los grandes problemas institucionales surgidos en la última época la "yidispolítica", la "parapolítica", la indebida votación del referendo, que ha ocasionado a su vez una investigación penal contra los congresistas, las "chuzadas", los "falsos positivos" -para mencionar tan sólo algunos- no son ocasionados por las normas jurídicas vigentes sino por el mal comportamiento de las personas, y por una extendida falta de ética en la actividad pública.
Entonces, no bien se acaba de aprobar en el Congreso una reforma política cuyo orígen se encuentra precisamente en la crisis institucional y que se presentó como formula destinada a conjurarla o al menos a recuperar algo de la dignidad y prestigio del Congreso -ni siquiera se ha promulgado el texto del Acto Legislativo-, cuando ya el Ejecutivo ha puesto sobre la mesa un nuevo proyecto de reforma política en relación con el Congreso, una de cuyas propuestas centrales ha sido la muy infortunada de restablecer la inmunidad parlamentaria.
Esta idea, que ya fue desechada por el Presidente de la República, está complementada por otras, como la modificación de los requisitos para ser elegido Senador o Representante; la consagración de un cuerpo de asesores expertos para que ayuden a los congresistas, la reforma del reglamento del Congreso, que de ninguna manera apuntan al objetivo central de recuperar esa institución para la democracia.
A nuestro juicio, el asunto no es de normas, ni de reformas constitucionales o legales, sino de calidades humanas, morales y profesionales de quienes llegan al desempeño de los cargos; y de una profunda convicción sobre la independencia, autonomía, separación y mutuo control entre las ramas del poder público.