Quienes conocemos al doctor Fernando Londoño Hoyos sabemos muy bien que el atentado cometido en su contra por terroristas, lejos de amedrentarlo, lo estimulará para seguir expresando de manera franca y clara, y ahora con renovado vigor, sus opiniones sobre el acontecer nacional. Afortunadamente, los asesinos no lograron el cometido que buscaban, que no era otro que el de silenciarlo.
Quien esto escribe, aunque no coincide con él en todos los puntos materia de debate público, guarda un gran respecto hacia el doctor Londoño, de quien recibió excelentes clases en la Cátedra de Derecho Probatorio.
La disparidad de criterios en torno a los distintos asuntos que hoy se controvierten en Colombia, tanto en el plano político como en el jurídico, no puede canalizarse sino a través de la libre, responsable y respetuosa exposición de los contrarios. Eso es lo propio de una sociedad civilizada.
Sin duda, además de la injusta muerte de sus escoltas y de los muchos heridos que dejó el acto criminal -todos víctimas inocentes del terrorismo-, lo que más preocupa a los demócratas tras el reciente intento de matar al ex ministro -quien hoy ejerce como periodista- es el hecho de comprobar una vez más que el ejercicio de las libertades de información, pensamiento y expresión se está convirtiendo entre nosotros en una actividad de alto riesgo. La intolerancia de las extremas no conoce límites, y quienes obran según ella no reconocen la dignidad de las personas, ni los derechos fundamentales, ni aprecian el valor de la vida humana.
Está quedando claro que grupos carentes de principios -sea cualquiera su origen y sean cuales fueren sus propósitos- han resuelto no permitir la libre expresión de las ideas; arredrar a quienes opinan; imponer la fuerza bruta y la violencia sobre los criterios y derrotar los argumentos, no mediante la razón y la dialéctica, sino con fundamento en el miedo.
En días pasados la ex senadora Piedad Córdoba, ideológica y políticamente opuesta a Fernando Londoño, fue también amenazada de muerte, e inclusive se denunció un plan criminal en su contra. Y periodistas importantes, de distintas orientaciones ideológicas, han tenido que salir del país, o deben permanecer rodeados de escoltas, también por causa de las amenazas contra ellos y sus familias. Muchos, en los municipios colombianos, han pagado con su vida la valentía de sostener sus ideas o de formular denuncias públicamente.
A veces los terroristas consiguen sus nefastas finalidades y logran que personas carentes de la entereza y del valor de Londoño o de Piedad clausuren sus actividades y se resignen a marginarse, o renuncien a pensar. Es decir, que se acostumbren a vivir sin opinar, o a informar, para sobrevivir. Un precio altísimo en una sociedad supuestamente democrática en donde se garantizan teóricamente las libertades públicas.
La sociedad colombiana debe ser consciente de este grave problema, porque, sin darnos cuenta, estamos claudicando en la defensa de los más trascendentales valores democráticos.