JOSÉ GREGORIO HERNÁNDEZ GALINDO
Por una malsana tendencia de algunos funcionarios a causar impacto mediático con decisiones judiciales, se ha venido perdiendo el principio constitucional de la presunción de inocencia. El despliegue periodístico -generalmente alrededor de pruebas filtradas- genera en la colectividad la sensación de que personas todavía no juzgadas ni condenadas son culpables. Históricamente, la figura de la presunción de inocencia supuso -y así debe preservarse- una valiosa conquista y un postulado trascendental, propio del Estado de Derecho y de las democracias. Toda persona se tiene por inocente mientras no se le demuestre, previo un debido proceso y mediante sentencia, su culpabilidad. En otros términos, el Estado y la sociedad no pueden condenar a nadie sin probarle, con la plenitud de las garantías procesales y fuera de toda duda razonable, que es responsable penalmente. Para que alguien pueda ser señalado como “delincuente” resulta necesario que se desvirtúe la presunción de inocencia que obra en su favor. Esa garantía, consagrada como derecho fundamental en el artículo 29 de la Constitución Política y en los Tratados Internacionales sobre Derechos Humanos, preserva el valor de la libertad, el debido proceso y los derechos a la honra y al buen nombre, así como la dignidad del ser humano. De otro lado, en cuanto a la libertad se refiere, ha de recordarse que la detención preventiva o medida de aseguramiento -aplicable con el objeto de impedir que el procesado escape a la acción de la justicia- desarrolla disposiciones constitucionales y legales excepcionales que, por tanto, son de interpretación y uso restringido. Tanto los motivos como las formalidades para su práctica deben estar claramente delimitados por la ley, y los funcionarios competentes -que invariablemente, según la normatividad en vigor, deben ser autoridades judiciales- no pueden acudir a esa medida de manera arbitraria, pues para el efecto la doctrina constitucional y la jurisprudencia en materia penal han exigido reiteradamente que se cumplan con exactitud y en forma completa los requisitos previstos en la ley, y que la resolución correspondiente se fundamente en los motivos taxativamente consagrados por el legislador. No cualquier indicio, y menos el capricho del funcionario, pueden dar lugar a una orden de captura. Es verdaderamente preocupante, desde la perspectiva del Derecho, que en algunos casos se olviden o pierdan de vista estos criterios, y que órdenes precipitadas -por lo mismo irresponsables- causen grave daño al procesado y a su familia.