Por José Gregorio Hernández Galindo
Un reloj viejo. Foto: www.photaki.com
En la Constitución de 1991 encontramos valores, principios y normas cuyo desarrollo -en especial mediante la jurisprudencia de la Corte Constitucional- ha cambiado por completo el enfoque del Estado sobre los derechos de las personas y acerca de las obligaciones y cargas correlativas a los mismos.
Se ha producido sin duda en los últimos veinte años un giro fundamental en cuanto a la concepción misma del Derecho, en especial el Derecho Público, sin que se pueda afirmar que las instituciones del Derecho Privado hayan permanecido inalterables. Véase que, por ejemplo, los conceptos decimonónicos acerca del matrimonio, la unión libre, la igualdad de los hijos ante la ley, la familia, el concepto absoluto y arbitrario de la propiedad privada, entre otros, son conceptos que hoy, a la luz de la Constitución, han sufrido cambios sustanciales, además de irreversibles.
En lo que se refiere al papel del Estado y de las ramas y órganos del poder público, y en lo atinente a las relaciones entre las autoridades y los particulares, los cambios han sido todavía más profundos, y es lo cierto que las instituciones de 1991 han servido para que, dentro de un criterio marcadamente democrático y libertario, haya quedado atrás el autoritarismo para dar paso a la discusión, el control, el diálogo, la participación y el debate, de manera que los gobernantes ya no pueden simplemente imponer de modo unilateral sus criterios o forzar, mediante la extralimitación o con la prevalencia del “imperium”, la obediencia ciega a sus determinaciones y mandatos.
Si algo hemos logrado, merced al acceso del ciudadano al conocimiento y a la efectiva posesión de sus derechos y garantías -en ello la acción de tutela y en general las acciones judiciales de naturaleza constitucional han jugado un rol protagónico-, es precisamente un equilibrio antes inexistente entre los poderes del que manda y la indefensión de los que obedecen. Hoy la autoridad no puede simplemente invocarse como único argumento. El gobernante o el servidor público tienen que dar cuenta de sus motivos y de sus actos, y explicar sus decisiones. Ya no hay poderes omnímodos ni actuaciones estatales exentas de vigilancia ciudadana o de control judicial, fiscal, disciplinario o administrativo.
Todo ello ha permitido hablar de unas instituciones renovadas que reconocen la dignidad de la persona humana y los derechos esenciales que le son inherentes.
Por eso extraña que en algunos casos las decisiones administrativas en los distintos niveles territoriales, y también algunas providencias judiciales y disciplinarias, pretendan ignorar el camino recorrido y sigan adoptando enfoques propios de la Constitución de 1886 o inclusive de ordenamientos jurídicos anteriores a ella.
Por ejemplo, decisiones provenientes de órganos estatales que deberían velar por los derechos de las personas en cuanto tienen la tarea primordial de exigir el cumplimiento de los deberes sociales del Estado y de los particulares, que resultan sorprendentes por inclinar la balanza a favor de quienes ejercen el poder económico y en contra del ciudadano común.
Obsérvese lo que ocurre con el reiterado abuso de los bancos y demás instituciones financieras; o con las empresas promotoras de salud; o con muchos patronos…, que abusan a ojos vista de su posición dominante, en detrimento de derechos y libertades, a ciencia y paciencia de las autoridades que deberían ejercer vigilancia y control.