POR JOSÉ GREGORIO HERNÁNDEZ GALINDO
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Hemos expresado en anteriores escritos que las comunidades indígenas en Colombia, pese a lo establecido por la Constitución, siguen marginadas; que el Estado las mira como ajenas al resto de la sociedad; que no se las tiene en cuenta para la toma de decisiones; que en distintos lugares del territorio se las ha abandonado a su suerte; que la guerrilla, los paramilitares y los narcotraficantes se aprovechan de sus gentes en muchas formas, y que están expuestas de modo permanente, entre varios fuegos, a la violencia generada por el terrorismo y por el conflicto armado.
En ese orden de ideas, puesto que sus derechos fundamentales y sus territorios -garantizados por la Constitución, por los Convenios Internacionales y por el DIH- están siendo vulnerados de manera flagrante, la reacción de sus líderes, en estos días expresada pacíficamente, ha sido justificada, no solamente para exigir que se erradique la violencia de los lugares en donde viven -que ellos consideran sagrados (según sus costumbres ancestrales)-, sino para demandar la efectiva presencia del Estado, más que en lo militar, en lo social.
Todos entendemos que esas pretensiones deben ser atendidas por el Gobierno con algo más que la tradicional displicencia, y con mucho más que palabras vanas.
Pero debemos decir que al pretender expulsar de sus territorios por la fuerza, de modo agresivo, a los integrantes de los cuerpos armados de la República -que tienen a su cargo la defensa de la comunidad- han perdido buena parte de su legitimidad y le han quitado a su protesta el sello pacífico que la venía caracterizando.
Para que haya violencia no hay necesidad de que se haga uso de armas de fuego. El uso de la fuerza física colectiva para obligar a unos soldados a hacer algo que no pueden hacer -retirarse de la zona contra las órdenes expresas de sus superiores, principiando por las del Presidente de la República- constituye sin duda una modalidad de violencia que, como corresponde a ese tipo de conductas, es irrazonable y carente de respaldo jurídico.
La Constitución no autoriza semejante actitud, y debe tenerse en cuenta además que las vías de hecho no son las más indicadas para alcanzar objetivos -por legítimos que sean-, ya que, en un Estado de Derecho, los fines no justifican los medios utilizados.
En cuanto al Gobierno, cuya cabeza (el Presidente de la República) es constitucionalmente responsable del orden público, pensamos que debe evaluar en toda su dimensión la grave circunstancia que se presenta en el Cauca -en muy buena parte por negligencia y falta de presencia del Estado, ahora y antes, durante muchos años- y buscar formas de diálogo y concertación con las comunidades indígenas y con la población civil, injustamente afectadas por un conflicto armado del que no deben seguir siendo víctimas.