Reprimir una protesta, sea ésta pacífica o airada, pasa por la confabulación de las corrientes políticas y económicas representadas en el Gobierno y que ejercen en nombre del Estado.
Por TERESA CONSUELO CARDONA
Fueron las protestas las que dieron origen a la maniobra del 20 de Julio de 1810. Pero 202 años después, ha tomado mucha fuerza la criminalización de la protesta o, al menos, su ridiculización. Ambas, conforman el resultado de la manipulación y alienación del pensamiento. No hay nada más lógico, más legal, más legítimo, más genuino, más justificado que la protesta social. Pero hordas de conformistas se oponen a manifestarse, y a que otros lo hagan, bien sea mediante su apatía o su tendencia al escarnio.
La creencia más común es que protestar no sirve de nada, porque al fin de cuentas nada va a cambiar. Y esa debilidad es aprovechada por los manipuladores para garantizar el éxito de la contraprotesta.
Comprender el conflicto social y político de las comunidades, entender el trance de los pueblos, concebir el dilema en el que se encuentran algunos grupos humanos, debería ser el punto de partida de la opinión pública. El desmantelamiento de las estructuras sociales o culturales, su transformación o su surgimiento deben ser entendidas, valoradas y caracterizadas antes de tomar partido.
Por la concepción misma que la sociedad tiene del Estado, se cree que su manifestación más acertada es la represión. Cuando se piensa en presencia del Estado, casi siempre se está haciendo referencia al uso monopolizado de la fuerza. La creencia de que los políticos roban al Estado y no a los colombianos, va de la mano con esa idea distorsionada de la realidad.
Es difícil creer que tras una guerra contra la insurgencia, que se ha desarrollado por 60 años, la más larga del mundo de sus características, el monopolio de las armas y de la fuerza todavía no sea del Estado. Esa es la más grande derrota del Estado, no porque sus armas no hayan hecho su tarea, sino porque usarlas constituye el más grave obstáculo para la consolidación democrática y el reconocimiento de la autodeterminación de los pueblos que se manifestaría en no tener que usar las armas. El modelo actual del Estado no sólo no ha podido terminar un conflicto, sino que lo ha atizado. El descalabro del Estado está además, en que cada día, la posesión de armas está menos monopolizada y cada quien se está armando para defender lo que siendo suyo siente que está en peligro. El verdadero fracaso del Estado, en relación con las armas y su uso monopolizado, es que las usa contra la población civil, para aplastar la protesta social y para intimidar al ciudadano común y corriente. Son las armas del Estado las que se han usado para poner los límites a la libertad de expresión, a la libertad de asociación y a la libertad de protestar contra los abusos del Estado mismo.
Con todo, el verdadero poder represor del Estado no radica en las armas, sino en las complejas relaciones sociales, económicas e interculturales que legitiman su uso contra personas indefensas. Reprimir una protesta, sea ésta pacífica o airada, pasa por la confabulación de las corrientes políticas y económicas representadas en el Gobierno y que ejercen en nombre del Estado. Ninguna represión surge de la nada. Todas ellas requieren el acurdo expreso o tácito de facciones con intereses específicos.
Deslegitimar la protesta es una tarea incluida fervientemente en la doctrina de seguridad democrática, recientemente aplicada en Colombia y que todavía no cesa, pese a las evidencias de los resultados criminales de su uso. No está allí por casualidad. Estigmatizar a las personas que protestan es solo un método. No es nada personal. Pero tiene un sentido: aplastar la protesta minimiza los obstáculos al crecimiento económico capitalista que está vigente en nuestro país. Y, por lo tanto, deja de ser un asunto del Estado y sus ramas del poder público y pasa a la prioritaria agenda de lo privado. Abandona la esfera del modelo político y se traslada a la del modelo económico. El Estado deja de ser social de derecho y se convierte en un Estado neoliberal represivo que defiende intereses particulares.
Están muy equivocados quienes creen que aniquilar la protesta es defender las instituciones estatales; es, por el contrario, destruirlas, fomentando la protección de la propiedad privada. Atacar y desarticular a las organizaciones de obreros, de trabajadores, de líderes populares, de mujeres, de víctimas, no es fortalecer al Estado, es debilitarlo, en tanto que el verdadero fin de reducir al silencio la protesta, es fortalecer el neoliberalismo y todas sus salvajes manifestaciones que incluyen la subordinación del Estado al poderío económico.
Cuando hay protestas sociales, o movilizaciones, o demandas sociales o desobediencia civil, es porque algo anda mal. No estaba bien que los ciudadanos perdieran sus viviendas a manos de los bancos y que el Gobierno salvara a los bancos sin haberles dado una mano a los ciudadanos. No está bien que las EPS se enriquezcan hasta la opulencia y que los colombianos mueran en absurdos desplazamientos o frente a la puerta cerrada de hospitales. No está bien que los ejércitos cuiden el petróleo vendido a multinacionales, y abandonen a la población indefensa ubicada en territorios de interés económico, que es masacrada por grupos ilegales, algunos de los cuales, bien se sabe, reciben protección política y revierten favores con altas votaciones para los diferentes cargos de elección popular.
Y mal haríamos (hemos hecho) en callar nuestra protesta por negligencia o por guardar un silencio bastante parecido a la estupidez.
La protesta es un derecho de los hombres (y mujeres) y de los pueblos. Es la representación racional de la realidad que se vive en la vida cotidiana y les da sentido y pertenencia a los individuos. Es una expresión de las personas como sujetos sociales. Es el reflejo de lo colectivo, de lo común, de lo público, de lo universal, que no debería ser despreciado, trivializado o descalificado, justamente porque se origina en el encuentro de los individuos. Es una paradoja, expresada permanentemente que todos los sujetos sociales que se opongan a la fuerza, están siendo dominados por la fuerza. Una paradoja que expresa la importancia que tiene el negocio de la violencia para las castas económicas del mundo. Sin violencia, sería más difícil obtener riquezas desmesuradas, sería más embarazoso dar rienda suelta a la avaricia, sería más complicado exprimir a los más necesitados y también más espinoso dar rienda suelda al racismo y a la explotación a ultranza de los recursos naturales.