POR JOSÉ GREGORIO HERNÁNDEZ GALINDO
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A nadie se oculta que el gobierno de Santos y el Congreso –sin dejar a salvo a algunos magistrados de las altas corporaciones- manejaron muy mal desde el principio el asunto de la reforma constitucional a la justicia, que ahora se quiere revivir con distintas fórmulas.
Tampoco olvidemos que fue la presión pública, en medios de comunicación y en las redes sociales, la que, en pocas horas –aunque ya el engendro se había tramitado durante un año y se había convertido en acto legislativo al cual sólo faltaba la promulgación- obtuvo el sorprendente giro en la posición del Presidente de la República ante uno de los proyectos bandera de su administración, que literalmente “de la noche a la mañana” pasó de excelente a pésimo; de necesario a inconveniente; de ser un “paso en la dirección correcta” –como decía el Ejecutivo- a equivocación mayúscula, repudiada y denostada por sus propios artífices.Basta releer las entrevistas y los discursos de los ministros Vargas Lleras y Esguerra sobre el infortunado proyecto -cuando lo presentaron, auspiciaron e insistieron tercamente en su aprobación-, comparándolos con las objeciones, extemporánea e impropiamente formuladas después por Santos, para medir la magnitud de las contradicciones en que pueden incurrir los gobernantes cuando, en vez del bienestar colectivo, persiguen la pasajera satisfacción de la popularidad conseguida con artificios.
La nueva Ministra de Justicia expresó al posesionarse que, en su concepto, no era necesaria una reforma constitucional para restructurar el sistema de administración de justicia, eliminar o disminuir la congestión existente o agilizar la toma de decisiones en los miles de procesos judiciales que hoy llenan los anaqueles de juzgados y tribunales.
No obstante, ya se han presentado dos proyectos de ley que pretenden la convocatoria de una asamblea constituyente con ese mismo objeto, y el Presidente de la Cámara de Representantes ha declarado que esa reforma constitucional sí se necesita. Inclusive, ya hay nuevas conversaciones impulsadas por el Gobierno, con magistrados y congresistas, para volver a plantearla.
Pero debemos cotejar los dichos y promesas oficiales con la realidad, y resaltar que la problemática de la justicia –como también sucede con la de la salud y la de la paz-, está siendo vista por los órganos del poder público de manera superficial, “tomando el rábano por las hojas”, cuando en verdad es de una complejidad enorme; es muy de fondo y merece un estudio serio, a conciencia y de conjunto, con miras a trazar una política de Estado sobre la cual se establezcan posteriormente los proyectos de normas y actos que deban promoverse. Lo que hay ahora no es otra cosa que “palos de ciego”, improvisaciones, ensayos, precarias declaraciones y palabras vanas, pronunciadas apenas para los titulares de los medios de comunicación pero sin sustancia.
Observemos que, por ejemplo, la crisis de las cárceles, que ya tiene características dramáticas y que si bien lleva años agravándose parece que hubiera tomado por sorpresa al Gobierno, está necesariamente ligada a las fallas de la administración de justicia; a la congestión; a la mora de la Fiscalía y de los jueces; al erróneo diseño del sistema penal acusatorio; a la falta de planeación administrativa…Y la pretenden solucionar mediante una masiva y también improvisada presentación de memoriales por parte de los estudiantes de consultorios jurídicos universitarios, para que salgan a la calle miles de procesados y condenados, todo porque ya no los pueden albergar los centros penitenciarios existentes. ¿Por qué no hubo planificación en lo referente a la construcción de las cárceles? Y, más allá de eso: ¿Por qué se pensó el sistema acusatorio con el solo propósito de “meter a la cárcel a los delincuentes”, como decía el Fiscal Luis Camilo Osorio, pero sin una política criminal; sin una sindéresis; sin un esquema penal razonable y proporcionado? ¿Por qué ahora todo conflicto, toda controversia, toda confrontación política, toda diferencia entre las personas –susceptible de resolverse por mecanismos jurídicos de mayor agilidad- tiene que terminar en los estrados de la justicia penal y en la medida de aseguramiento? ¿Por qué criminalizar o –como ahora dicen- “judicializar” cualquier conducta (por ejemplo, el robo de un caldo de gallina), cuando otras muy graves (como las masacres) quedan en la impunidad o con penas irrisorias?
De otro lado, no estamos cuidando adecuadamente la formación jurídica de los administradores de justicia. Y así, los colombianos vemos con preocupación que en los últimos años las decisiones judiciales se adoptan de manera contraria a las evidencias, a la crítica del testimonio; de espaldas a la realidad; con una ostensible falta de criterio. Por eso, un Sigifredo López resulta encarcelado con pruebas deleznables y por causa de haberse aceptado testigos falsos sin escrutar su credibilidad, pero un conductor borracho que, en flagrancia, mata a varias personas queda en libertad o con detención domiciliaria.