Carece de sentido, además de ser innecesaria e inocua, la propuesta de regresar en nuestro sistema jurídico a la penalización de la infidelidad matrimonial, cuando de tiempo atrás, precisamente por esos motivos y por razones de política criminal, nuestro legislador suprimió el antiguo delito de adulterio.
Resulta cuando menos sorprendente que algunos de nuestros congresistas sigan confundiendo el concepto de familia con el de matrimonio, cuando ya el artículo 42 de la Constitución de 1991 introduce claramente la distinción y proclama, dentro de un concepto de libertad, que, sin perjuicio de considerar aquélla como núcleo fundamental de la sociedad, “se constituye por vínculos naturales o jurídicos, por la decisión libre de un hombre y una mujer de contraer matrimonio o por la voluntad responsable de conformarla”.
Lo cual implica que, de una parte se reconoce como origen de la familia, además del matrimonio, la unión libre, y de otro lado se insiste en la responsabilidad que tanto el uno como la otra generan.
Y aunque, por su misma naturaleza, tanto el contrato matrimonial como la unión permanente dan lugar a obligaciones y derechos, no existe razón alguna para pretender que el cumplimiento de las primeras y el ejercicio de los segundos tengan que lograrse por la vía de la represión a cargo del Estado, mediante la formulación de nuevas infracciones penales, trátese de delitos o de contravenciones.
Dentro de un régimen constitucional como el nuestro, que reconoce la intimidad de la familia como un derecho fundamental (Art. 15), no se justifica que el Estado ingrese en las habitaciones y hasta en el lecho de las parejas.
Y no es que consideremos como plausible la infidelidad, o como conductas buenas las relaciones sexuales extramatrimoniales o con persona distinta al compañero o compañera permanente, sino que pensamos que el sistema jurídico en vigor defiende la fidelidad de manera eficiente, en donde la debe defender, que es en el terreno de las mismas familias y ante los jueces especializados, no en los estrados de la justicia penal. En efecto, la infidelidad no es hoy un comportamiento impune, toda vez que se trata de una conducta sancionada por el Derecho con la separación de los cónyuges y con la imposición de obligaciones al cónyuge culpable, en los términos de la ley civil.
La conversión de la infidelidad en hecho punible, sancionable con multas o con privación de la libertad, o con trabajo social -como se está proponiendo- sería algo que, además de no solucionar los problemas internos de muchísimas parejas, conduciría a una absurda congestión de los juzgados y tribunales, de las cárceles o centros de reclusión, de las oficinas del Bienestar Familiar, a la par que estimularía el chantaje, las interceptaciones telefónicas sin orden judicial, la multiplicación de los paparazzi, la prosperidad de investigadores y detectives privados y la cacería de brujas…, para mencionar algunos de los efectos secundarios de la medida.