“No es ni pesimismo ni desesperación, es una simple evidencia, pero una evidencia que normalmente queda disimulada por nuestra pertenencia a una colectividad que nos ciega con sus sueños, sus estímulos, sus proyectos, sus ilusiones, sus luchas, sus causas, sus religiones, sus ideologías, sus pasiones. Y, un buen día, cae el velo y nos deja a solas con el cuerpo, a merced del cuerpo”.
Imagen: vivat.ir
Nació en Brno (Checoslovaquia) el 1 de abril de 1929. Escritor, novelista, ensayista, profesor y músico. Desde temprana edad tocó el piano y como pianista de jazz se ganó la vida durante algún tiempo. Estudió cine en la Academia de Praga.
Perteneció al Partido Comunista pero fue expulsado por sus ideas independientes e individualistas. Su primera obra “La Broma” –traducida a doce idiomas- fue una sátira del comunismo stalinista.
Por “La Broma” obtuvo el Premio de la Unión de Escritores Checoslovacos en el año 1968 y, paradójicamente en ese mismo año, como consecuencia de la invasión soviética a su país, la venta y lectura de la obra quedó prohibida.
En 1975 logró emigrar a Francia donde reside desde entonces.
Su obra “La Vida está en otra parte” obtuvo el Premio Medicis a la mejor novela extranjera publicada en Francia y, su novela “La Despedida” logró el Premio Mondello al mejor libro editado en Italia.
En 1981, Estados Unidos le otorgó el Premio Commonwealth Award al conjunto de su obra. No obstante, ese mismo año Checoslovaquia le revocó la ciudadanía por su libro “El libro de la risa y el olvido”, referente literario a la hora de comprender la ruptura vivida en Europa del Este, durante la Guerra Fría.
Su obra cumbre “La Insoportable Levedad del Ser” le trajo más premios y el reconocimiento del público. Curiosamente Milan Kundera no ha recibido -hasta la fecha-, el Premio Nobel de Literatura.
En su última obra “La Fiesta de la Insignificancia” Kundera regresa con humor para tratar temas como la maternidad, el sexo y el poder[1].
Milan Kundera fue un gran amigo de Gabriel García Márquez. Acerca de su obra dijo: ““Cien Años de Soledad” me deslumbró”.
Así narró Kundera su encuentro con García Márquez y su obra: “Era el otoño de 1968, tres meses después de que el ejército ruso ocupó Checoslovaquia. Rusia no estaba en capacidad de dominar de inmediato a la sociedad checa, sumergida en la angustia pero con una cierta libertad por unos cuantos meses más. La Unión de Escritores, acusada por los rusos de ser el fogón de la contrarrevolución, conservaba todavía sus casas, editaba sus revistas, acogía a sus invitados. Fue entonces cuando vinieron a Praga, invitados por ella, tres novelitas latinoamericanos: Julio Cortázar, Gabriel García Márquez y Carlos Fuentes.
Vinieron discretamente, en su calidad de escritores. Para ver. Para comprender. Para alentar a sus colegas checos. Pasé con ellos una semana inolvidable. Nos hicimos amigos. Y justo después de su partida pude leer, todavía en pruebas de imprenta, la traducción checa de Cien años de soledad.
Fue el primer libro de Gabo que leí. Y quedé deslumbrado: pensé en el anatema que el surrealismo había lanzado sobre el arte de la novela al que había estigmatizado como antipoético, y cerrado por completo a la libre imaginación.
Y resulta que la novela de García Márquez no era más que eso: imaginación libre. Una de las más grandes obras de la poesía que conozco, en cada una de cuyas frases brillaba la fantasía, y cada una era una sorpresa, maravillosamente: una respuesta contundente al menosprecio por la novela proclamado en el Manifiesto del surrealismo (y al mismo tiempo un gran homenaje al surrealismo, a su inspiración, a su aliento de un extremo al otro siglo).
Fue la confirmación a mi antigua certidumbre de que la poesía y el lirismo no son nociones hermanas, sino que deben mantenerse a larga distancia la una de la otra. Pues la poesía de Gabo no tiene nada que ver con el lirismo. No se confiesa, no abre su alma, sino que permanece ebrio por el mundo objetivo que eleva hacia una esfera en la que todo es a la vez real, inverosímil y mágico (es por la intensidad de su poesía como por la virulencia de su antilirismo que la obra de Gabo se distingue tan radicalmente de la novela contemporánea en Europa).
No he podido olvidar aquel triple encuentro: Praga ocupada por el ejército ruso, la visita de Gabo y sus dos amigos, y las primeras pruebas de la traducción checa de Cien años de soledad. Leí esa novela en una sola jornada, y de inmediato le escribí un posfacio, que recibí impreso en las siguientes pruebas, pero que nunca fue publicado. Qué azar maravilloso: el posfacio de Cien años de soledad fue mi primer texto prohibido (a causa de mi nombre) por los nuevos amos del país. Esa prohibición dio inicio a la segunda mitad de mi vida, que es la de un escritor proscrito en su propio país.
Años después, cuando me fui de Checoslovaquia en un pequeño Renault 5, no pude llevar nada conmigo; ningún mueble, por supuesto; ni siquiera mi ropa. Mi biblioteca se redujo a unos cincuenta libros, y el archivo personal de mis propios escritos me pareció entonces tan inútil que los tiré a la basura. Sin embargo, el posfacio para Cien años de soledad lo llevé cuidadosamente conmigo en pruebas de imprenta, como un amuleto protector. Con ese mismo sentimiento leí luego todos los libros de Gabo. No solo me maravilló su belleza, sino además creí escuchar la voz de un amigo que solo podía ver de vez en cuando pero cada vez más querido.
Y algo más: cuando pienso en el arte de la novela, su historia se me figura como un camino en tres etapas: la primera, la más larga, inaugurada por Rabelais; la segunda, que es la del siglo XIX, y la tercera, la de la novela moderna, que creo fue inaugurada por mis compatriotas centroeuropeos Kafka y Musil, y alcanzó su apogeo en América Latina y fue encarnada en mi imaginación por aquellos tres hombres cuarentones, muy guapos, muy viriles, con quienes viví en los amargos días de Praga una felicidad improbable, vigilada por las metralletas del ejército ruso”.
De una forma más simpática, Gabriel García Márquez narró su viaje hasta Praga en 1968, en los siguientes términos: “Fui a Praga por última vez hace unos quince años, con Carlos Fuentes y Julio Cortázar. Viajábamos en tren desde París porque los tres éramos solidarios en nuestro miedo al avión, y habíamos hablado de todo mientras atravesábamos la noche dividida de las Alemanias, sus océanos de remolacha, sus inmensas fábricas de todo, sus estragos de guerras atroces y amores desaforados.
A la hora de dormir, a Carlos Fuentes se le ocurrió preguntarle a Cortázar cómo y en qué momento y por iniciativa de quién se había introducido el piano en la orquesta de jazz. La pregunta era casual y no pretendía conocer nada más que una fecha y un nombre, pero la respuesta fue una cátedra deslumbrante que se prolongó hasta el amanecer, entre enormes vasos de cerveza y salchichas con papas heladas. Cortázar, que sabía medir muy bien sus palabras, nos hizo una recomposición histórica y estética con una versación y una sencillez apenas creíbles, que culminó con las primeras luces en una apología homérica de Thelonius Monk. No sólo hablaba con una profunda voz de órgano de erres arrastradas, sino también con sus manos de huesos grandes como no recuerdo otras más expresivas. Ni Carlos Fuentes ni yo olvidaríamos jamás el asombro de aquella noche irrepetible”.
Y, Carlos Fuentes, nos dejó -igualmente- el testimonio del encuentro con Milan Kundera: “Digo que amigos y enemigos literarios, Gabo y yo hemos tenido –no siempre compartido– muchos. Pero mirando nuestra vida de capítulos intercambiables, creo que hay un amigo escritor, o mejor dicho un escritor amigo de ambos, al que Gabo y yo colocamos por encima de todos. Es Julio Cortázar, y creo que ni Gabo ni yo seríamos lo que somos o lo que aún quisiéramos ser sin la radiante amistad del Gran Cronopio. En Cortázar se daban cita el genio literario y la modestia personal, la cultura universal y el coraje local. “Las Malvinas son argentinas, solía decir. Los desaparecidos también”. Lo había leído todo, visto todo, sólo para compartirlo todo. Una de las noches inolvidables de nuestra amistad ocurrió en el tren París-Praga en diciembre de 1968. Íbamos invitados por Kundera a mantener la ficción –es decir, la esperanza– de una cultura checa independiente en un país rodeado de tanques soviéticos. Cortázar fue hilvanando temas como un cuentista árabe de la plaza de Marrakech. Recordó todas las novelas que sucedían en trenes, en seguida las películas en trenes, y por último, a partir del swing de Glenn Miller, el ritmo de locomotora del jazz y, en particular, una memoria asombrosa, la relación entre el jazz y el piano... Cuando llegamos de madrugada a Praga, nos esperaba en la estación Kundera, que nos llevó a Gabo y a mí a un sauna y cuando pedimos una ducha para quitarnos el calor, Milan nos condujo al río Ultava y nos empujó, encuerados como lombrices, al agua congelada. Recuerdo el comentario de Gabo cuando salimos morados del río: “Por un instante, Carlos, creí que íbamos a morir juntos en la tierra de Kafka”.
Hoy, Gabriel García Márquez y Julio Cortazar no están y nos queda para la felicidad de muchos, el brillante escritor, Milan Kundera.
[1] La obra no ha llegado a Colombia.