LA CONSTITUCIÓN ATACADA

10 Jul 2003
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No es la actual coyuntura la única, ni será la última, desde cuando entró a regir la Carta  Política de 1991, en que se concilian y acuerdan algunos sectores para propiciar una contrarreforma. Lo que pasa es que,  en esta ocasión la conjura está organizada, proyectada y dirigida por el Gobierno Nacional, con el Presidente de la República y su Ministro de Justicia y encargado del Interior, a la cabeza, y con la eficiente colaboración de miembros del Congreso, de las altas cortes de justicia y del Fiscal General, entre otros.

 

Del conjunto de formidables cargas dirigidas contra el alma de la Constitución, que están siendo habilidosamente dosificadas, para que o haya una reacción pública o popular en defensa de los derechos y las libertades, hacen parte, junto con la propuesta del referendo, los proyectos gubernamentales que se tramitan sobre reforma laboral, pensional y tributaria, pero especialmente en lo que toca con la tardía presentación del proyecto de acto legislativo sobre reforma a la justicia, la inclusión –también tardía y por ello inconstitucional-, en la reforma constitucional a la Fiscalía, de la resurrección de facultades de policía judicial en cabeza de las fuerzas militares.

 

Ello sin contar con los decretos dictados con apoyo en el Estado de Conmoción Interior declarado en agosto –a mi juicio, sin que el Presidente tuviera otra salida en virtud de la ola de violencia que afectaba al país-  y recientemente prorrogado, ya no con tanta razón, pues el Gobierno ha dicho que se ha recuperado la paz merced a la vigilancia ejercida en los días de “puente”. Pero cuyas características (las de las medidas adoptadas), claramente autoritarias, ha llevado a la Corte Constitucional a declarar inexequibilidades no bien divulgadas ni comprendidas por los medios de comunicación, y a acondicionar y limitar los alcances de las facultades presidenciales en tiempos de anormalidad, que el Ejecutivo hubiese querido fueran omnímodas y carentes de todo control.

 

Ya se sabe que el Congreso de la República, tal como se encuentra hoy configurado, prolongado una abyección que quiere convertirse en su característica, se ha ido perfilando como apéndice del Gobierno; que, pase lo que pase, no quiere ejercer el control político que es inherente a su función, y que considera, por el contrario, que su papel  -triste, por supuesto-  no es otro que el de dar pupitrazos favorables a las iniciativas gubernamentales, sin análisis y sin la más mínima crítica.

 

Igualmente se conoce cuál es la posición de corporaciones como la Corte Suprema de Justicia y el Consejo de Estado, cuyas providencias reflejan con inusitada frecuencia una cierta aversión a los postulados de la Carta Política de 1991, a la acción de tutela y a la doctrina constitucional, y un excesivo culto al formalismo, que, contra lo dispuesto constitucionalmente, se hace prevalecer constantemente sobre el Derecho sustancial.

 

La defensa de los derechos fundamentales y su efectividad es cada vez menos fuerte, o más débil, dentro de la convicción, que se va extendiendo, de que es negativo para las finanzas públicas que se protejan tales derechos de prestaciones de contenido económico o patrimonial.

 

No son pocos  -inclusive jueces-  los que critican la posibilidad de lo que estiman un “gobierno de los jueces”, e inclusive el Ejecutivo nacional ha llegado a proponer que ellos solamente puedan dar ordenes a través de mecanismos como la acción de tutela sólo sobre la base de la anuencia y la afirmación de capacidad económica y presupuestal de las instituciones contra las cuales se instaura el amparo, lo que significa llanamente que se quiere convertir al artículo 86 de la Carta Política en pura teoría, o en un “saludo a la bandera”.

 

En medio de todo este panorama, la ciudadanía parece embrujada por la imagen presidencial y por el bombardeo incesante de los medios de comunicación, que muestran al gobierno en ejercicio como la panacea y la fuente que cura todos los males nacionales. Y, lo más grave, la popularidad del Ejecutivo parece provenir precisamente de su talante autoritario, que, dadas las circunstancias, se encuentra en relación directamente proporcional con el apoyo de una sociedad que parece haber entregado al Presidente un “cheque en blanco”, sin percatarse de lo que a ella, a sus intereses y a sus derechos y garantías puede acontecer si la progresiva aniquilación del concepto democrático va tomando configuración y fuerza en las instituciones que reemplacen las hoy vigentes.

 

Afortunadamente, recientes decisiones del Tribunal Constitucional parecen rescatar, en lo poco que se puede, los valores fundamentales  del 91 y sus principios.

 

Así, por ejemplo, una vez más la Corte Constitucional, en sentencia del pasado 26 de noviembre, al declarar inexequibles algunos artículos del Decreto Legislativo 2002 de 2002, adoptado en desarrollo de la conmoción interior, ha vuelto a poner de presente la norma fundamental adoptada en 1991, según la cual las funciones de policía judicial no pueden ser atribuidas a los miembros de las fuerzas militares. Sabio principio que deslinda el orden civil del militar, que evita que los particulares puedan ser investigados o juzgados por instancias castrenses, y que reivindica, en consecuencia, las garantías y los derechos.

 

Esta nueva afirmación de la Corte se produce exactamente al día siguiente de aquél en que la Comisión Primera del Senado de la República aprobara una adición al proyecto de acto legislativo por el cual se reforman las reglas constitucionales alusivas a la Fiscalía General de la Nación, pretendiendo consagrar de nuevo esas facultades de policía judicial en cabeza de los cuerpos armados de las distintas fuerzas.

 

Además de las consideraciones de fondo que al respecto surgen en un Estado Social y Democrático de Derecho, debe analizarse el tema a la luz de la normativa superior que contempla los requisitos y los trámites  indispensables para que el Congreso pueda modificar la Constitución.

 

La Carta Políticacolombiana es rígida. Esto es, que no se reforma por los mismos procedimientos por los cuales se enmiendan las leyes, sino con estricta sujeción a unas formalidades agravadas por el propio Constituyente, por fuera de las cuales el ejercicio del poder de reforma, atribuido al Congreso como derivado, no tiene validez ni obligatoriedad.

 

Entre los varios requisitos especiales que la Constitución exige para su modificación por acto legislativo, se encuentra el de que, como lo subrayó la Corte Constitucional en Sentencia C-222 de 1997, el articulado correspondiente sea aprobado en ocho (8) debates, en dos (2) periodos ordinarios, de sesiones del Congreso.

 

Los preceptos que no hayan pasado por esos ocho (8) debates y por los dos periodos de sesiones son inconstitucionales, y la Corte debe declararlos inexequibles, si algún ciudadano plantea la controversia mediante demanda presentada dentro del año siguiente a la vigencia del Acto Legislativo, con arreglo a los artículos 40, numeral 6, y 241, numeral 1, de la propia Carta.

 

La Corte Constitucional,  que no puede en tal caso efectuar un estudio de fondo o de contenido sobre la reforma, sí tiene facultad para declarar la inexequibilidad de lo actuado cuando los requisitos de la reforma constitucional no fueron cumplidos.

 

En el caso materia de análisis, el texto de la norma que se propuso y triunfó en la Comisión Primera del Senado el mismo día de su proposición, entró, según lo expresado por senadores de la Comisión Primera, solamente en el séptimo (7) de los debates, lo que indica que, para ese momento, le faltaban seis (6) de los ya surtidos en cuanto a las demás normas del proyecto, si aspiraba a hacer parte, válidamente, del Acto Legislativo.

 

Se trata, ni más ni menos, que de un “mico”, que por su tamaño no pasó inadvertido ante el Congreso ni ante la comunidad jurídica, ni ante el país.

 

Obsérvese que, frente a la inusitada propuesta del Senador Pardo, los representantes a la Cámara no habían tenido ocasión de votar por el artículo, a favor o en contra, sencillamente porque él no había sufrido los debates constitucionales y reglamentarios. Y ello significa que, como en todo este ramillete bien orquestado de ataques contra la Constitución de 1991, existió un deliberado propósito de eludir y burlar sus más destacados principios, y de “enmendar”          -como lo dijo paladinamente el Fiscal General-  los enfoques de la Corte Constitucional. Y esto muestra una tendencia, nada saludable para el Estado Social de Derecho, consistente en que cada fallo de la Corte que no es del agrado del Gobierno o de sus amigos en el Congreso resulta incluido, a la inversa, en un proyecto de reforma constitucional, ya sea por Acto Legislativo o por Referendo. Eludiendo así lo alcances y la garantía de la cosa juzgada constitucional (Art. 243 C.P.) alerta, entonces, para el debate público sobre las varias andanadas que se vienen contra la Constitución.

No es la actual coyuntura la única, ni será la última, desde cuando entró a regir la Carta  Política de 1991, en que se concilian y acuerdan algunos sectores para propiciar una contrarreforma. Lo que pasa es que,  en esta ocasión la conjura está organizada, proyectada y dirigida por el Gobierno Nacional, con el Presidente de la República y su Ministro de Justicia y encargado del Interior, a la cabeza, y con la eficiente colaboración de miembros del Congreso, de las altas cortes de justicia y del Fiscal General, entre otros.

 

Del conjunto de formidables cargas dirigidas contra el alma de la Constitución, que están siendo habilidosamente dosificadas, para que o haya una reacción pública o popular en defensa de los derechos y las libertades, hacen parte, junto con la propuesta del referendo, los proyectos gubernamentales que se tramitan sobre reforma laboral, pensional y tributaria, pero especialmente en lo que toca con la tardía presentación del proyecto de acto legislativo sobre reforma a la justicia, la inclusión –también tardía y por ello inconstitucional-, en la reforma constitucional a la Fiscalía, de la resurrección de facultades de policía judicial en cabeza de las fuerzas militares.

 

Ello sin contar con los decretos dictados con apoyo en el Estado de Conmoción Interior declarado en agosto –a mi juicio, sin que el Presidente tuviera otra salida en virtud de la ola de violencia que afectaba al país-  y recientemente prorrogado, ya no con tanta razón, pues el Gobierno ha dicho que se ha recuperado la paz merced a la vigilancia ejercida en los días de “puente”. Pero cuyas características (las de las medidas adoptadas), claramente autoritarias, ha llevado a la Corte Constitucional a declarar inexequibilidades no bien divulgadas ni comprendidas por los medios de comunicación, y a acondicionar y limitar los alcances de las facultades presidenciales en tiempos de anormalidad, que el Ejecutivo hubiese querido fueran omnímodas y carentes de todo control.

 

Ya se sabe que el Congreso de la República, tal como se encuentra hoy configurado, prolongado una abyección que quiere convertirse en su característica, se ha ido perfilando como apéndice del Gobierno; que, pase lo que pase, no quiere ejercer el control político que es inherente a su función, y que considera, por el contrario, que su papel  -triste, por supuesto-  no es otro que el de dar pupitrazos favorables a las iniciativas gubernamentales, sin análisis y sin la más mínima crítica.

 

Igualmente se conoce cuál es la posición de corporaciones como la Corte Suprema de Justicia y el Consejo de Estado, cuyas providencias reflejan con inusitada frecuencia una cierta aversión a los postulados de la Carta Política de 1991, a la acción de tutela y a la doctrina constitucional, y un excesivo culto al formalismo, que, contra lo dispuesto constitucionalmente, se hace prevalecer constantemente sobre el Derecho sustancial.

 

La defensa de los derechos fundamentales y su efectividad es cada vez menos fuerte, o más débil, dentro de la convicción, que se va extendiendo, de que es negativo para las finanzas públicas que se protejan tales derechos de prestaciones de contenido económico o patrimonial.

 

No son pocos  -inclusive jueces-  los que critican la posibilidad de lo que estiman un “gobierno de los jueces”, e inclusive el Ejecutivo nacional ha llegado a proponer que ellos solamente puedan dar ordenes a través de mecanismos como la acción de tutela sólo sobre la base de la anuencia y la afirmación de capacidad económica y presupuestal de las instituciones contra las cuales se instaura el amparo, lo que significa llanamente que se quiere convertir al artículo 86 de la Carta Política en pura teoría, o en un “saludo a la bandera”.

 

En medio de todo este panorama, la ciudadanía parece embrujada por la imagen presidencial y por el bombardeo incesante de los medios de comunicación, que muestran al gobierno en ejercicio como la panacea y la fuente que cura todos los males nacionales. Y, lo más grave, la popularidad del Ejecutivo parece provenir precisamente de su talante autoritario, que, dadas las circunstancias, se encuentra en relación directamente proporcional con el apoyo de una sociedad que parece haber entregado al Presidente un “cheque en blanco”, sin percatarse de lo que a ella, a sus intereses y a sus derechos y garantías puede acontecer si la progresiva aniquilación del concepto democrático va tomando configuración y fuerza en las instituciones que reemplacen las hoy vigentes.

 

Afortunadamente, recientes decisiones del Tribunal Constitucional parecen rescatar, en lo poco que se puede, los valores fundamentales  del 91 y sus principios.

 

Así, por ejemplo, una vez más la Corte Constitucional, en sentencia del pasado 26 de noviembre, al declarar inexequibles algunos artículos del Decreto Legislativo 2002 de 2002, adoptado en desarrollo de la conmoción interior, ha vuelto a poner de presente la norma fundamental adoptada en 1991, según la cual las funciones de policía judicial no pueden ser atribuidas a los miembros de las fuerzas militares. Sabio principio que deslinda el orden civil del militar, que evita que los particulares puedan ser investigados o juzgados por instancias castrenses, y que reivindica, en consecuencia, las garantías y los derechos.

 

Esta nueva afirmación de la Corte se produce exactamente al día siguiente de aquél en que la Comisión Primera del Senado de la República aprobara una adición al proyecto de acto legislativo por el cual se reforman las reglas constitucionales alusivas a la Fiscalía General de la Nación, pretendiendo consagrar de nuevo esas facultades de policía judicial en cabeza de los cuerpos armados de las distintas fuerzas.

 

Además de las consideraciones de fondo que al respecto surgen en un Estado Social y Democrático de Derecho, debe analizarse el tema a la luz de la normativa superior que contempla los requisitos y los trámites  indispensables para que el Congreso pueda modificar la Constitución.

 

La Carta Políticacolombiana es rígida. Esto es, que no se reforma por los mismos procedimientos por los cuales se enmiendan las leyes, sino con estricta sujeción a unas formalidades agravadas por el propio Constituyente, por fuera de las cuales el ejercicio del poder de reforma, atribuido al Congreso como derivado, no tiene validez ni obligatoriedad.

 

Entre los varios requisitos especiales que la Constitución exige para su modificación por acto legislativo, se encuentra el de que, como lo subrayó la Corte Constitucional en Sentencia C-222 de 1997, el articulado correspondiente sea aprobado en ocho (8) debates, en dos (2) periodos ordinarios, de sesiones del Congreso.

 

Los preceptos que no hayan pasado por esos ocho (8) debates y por los dos periodos de sesiones son inconstitucionales, y la Corte debe declararlos inexequibles, si algún ciudadano plantea la controversia mediante demanda presentada dentro del año siguiente a la vigencia del Acto Legislativo, con arreglo a los artículos 40, numeral 6, y 241, numeral 1, de la propia Carta.

 

La Corte Constitucional,  que no puede en tal caso efectuar un estudio de fondo o de contenido sobre la reforma, sí tiene facultad para declarar la inexequibilidad de lo actuado cuando los requisitos de la reforma constitucional no fueron cumplidos.

 

En el caso materia de análisis, el texto de la norma que se propuso y triunfó en la Comisión Primera del Senado el mismo día de su proposición, entró, según lo expresado por senadores de la Comisión Primera, solamente en el séptimo (7) de los debates, lo que indica que, para ese momento, le faltaban seis (6) de los ya surtidos en cuanto a las demás normas del proyecto, si aspiraba a hacer parte, válidamente, del Acto Legislativo.

 

Se trata, ni más ni menos, que de un “mico”, que por su tamaño no pasó inadvertido ante el Congreso ni ante la comunidad jurídica, ni ante el país.

 

Obsérvese que, frente a la inusitada propuesta del Senador Pardo, los representantes a la Cámara no habían tenido ocasión de votar por el artículo, a favor o en contra, sencillamente porque él no había sufrido los debates constitucionales y reglamentarios. Y ello significa que, como en todo este ramillete bien orquestado de ataques contra la Constitución de 1991, existió un deliberado propósito de eludir y burlar sus más destacados principios, y de “enmendar”          -como lo dijo paladinamente el Fiscal General-  los enfoques de la Corte Constitucional. Y esto muestra una tendencia, nada saludable para el Estado Social de Derecho, consistente en que cada fallo de la Corte que no es del agrado del Gobierno o de sus amigos en el Congreso resulta incluido, a la inversa, en un proyecto de reforma constitucional, ya sea por Acto Legislativo o por Referendo. Eludiendo así lo alcances y la garantía de la cosa juzgada constitucional (Art. 243 C.P.) alerta, entonces, para el debate público sobre las varias andanadas que se vienen contra la Constitución.

 

Modificado por última vez en Sábado, 28 Junio 2014 20:16
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