No tiene discusión que la Carta Política y la ley prohíben a los servidores públicos tomar parte en los debates políticos, adelantar campaña en favor de cualquier candidato y en general intervenir en la actividad partidista, particularmente en época de elecciones. Eso está tan claro como lo está la obligación que tiene todo ciudadano de observar las normas que integran el ordenamiento jurídico, no por cada disposición en sí misma sino por cuanto esa observancia se constituye en elemento básico de la convivencia social. Y aunque la coercibilidad es un componente indispensable de toda norma, su cumplimiento no debe tener lugar únicamente por temor a la sanción sino también por estar persuadido el ciudadano de que toda transgresión al orden jurídico causa un enorme daño a la sociedad.
No obstante, siempre existirán ciudadanos empeñados en buscar la manera de eludir el cumplimiento de la ley sin verse enfrentados a la sanción, no interesa el perjuicio que a la comunidad generen. Por eso se habla de las líneas blancas de la ley, que permiten a muchos, por la vía de la interpretación, proclamar su respeto a la letra de las normas, si bien vulneran su espíritu, y en realidad hacen burla del sistema jurídico.
En cuanto a la participación en política de servidores públicos, en especial los que ocupan los cargos de mayor jerarquía, las normas tienen un propósito esencial: la imparcialidad del gobernante y del funcionario, para que no inclinen la balanza a favor de alguien, ni pongan los instrumentos del servicio público a disposición de determinados intereses.
Ya se oyen voces en favor de suprimir la prohibición vigente, con el argumento de que se ha generalizado su transgresión, inclusive al más alto nivel. Es como proponer que deroguemos del Código Penal las normas que sancionan el homicidio, a partir del hecho incontrovertible de que esa práctica está muy extendida.
No. Lo que hay que hacer es lograr que, como no hay convicciones, al menos los mecanismos de investigación y sanción de esas conductas operen con eficacia, para que no se presente, también en este campo, la nefasta impunidad. En verdad, los controles funcionan a medias, y recaen sólo sobre algunos infractores, sin que jamás toquen a otros, lo que mina por su base el genuino imperio del orden jurídico y multiplica, por tanto, las tendencias a la trampa.