POR JOSÉ GREGORIO HERNÁNDEZ GALINDO
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El Fiscal General de la Nación Eduardo Montealegre pidió perdón públicamente a Sigifredo López, ex diputado del Valle del Cauca, por el error cometido al ordenar que fuera privado de su libertad sin pruebas y basado el ente investigador en falsos testimonios, presentándolo ante el país como un delincuente cuando no fue sino una víctima más de la violencia desatada en el país por las Farc mediante procedimientos tan detestables como el secuestro.
Estuvo bien, en especial como ejemplo y como lección, aunque el pleno restablecimiento de las condiciones anteriores al error judicial es ya muy difícil, si no totalmente imposible. Como decían nuestros mayores, “…calumnia, calumnia, que de la calumnia algo queda…”. Es verdad.
El daño fue muy grande y está causado. Frente a él la petición de excusas no alcanza el grado requerido de resarcimiento, pero, como también dice la sabiduría popular, “algo es algo”.
Más allá del caso de Sigifredo –quien de todas maneras, gracias a la magnitud del crimen que se le endilgaba y a la algarabía de los medios, recibió al final un trato mucho mejor que el recibido por miles de colombianos perjudicados por decisiones judiciales, policiales e investigativas arbitrarias-, lo que importa, tomándolo como precedente y como materia de análisis, es la futura política de la Fiscalía, de los fiscales y de los jueces y magistrados en relación con derechos como la libertad, el debido proceso, la presunción de inocencia, la honra y el buen nombre, la familia, el trabajo y la educación –entre otros-, que se ven gravemente afectados cuando el Estado, de manera irresponsable, procede contra una persona sin el material probatorio suficiente; basado en la deleznable prueba de los testigos comprados o interesados; sin una crítica siquiera superficial de los testimonios; presumiendo la culpabilidad y generando el morbo de la sociedad, en lo que podemos llamar, utilizando un lenguaje de moda, “falsos positivos” de la administración de justicia, que también los hay y los hay muchos.
Ahora bien, algunos –entre quienes se cuenta la Contralora General Sandra Morelli, en una de sus más infortunadas salidas mediáticas- se oponían al acto de “mea culpa” del Fiscal Montealegre en el caso de Sigifredo López, dijeron que por temor a que el mismo podría servir como prueba en el proceso de responsabilidad que contra el Estado pueden iniciar el ciudadano y su familia.
Vamos por partes:
-En primer lugar, con o sin petición de perdón por parte del Fiscal, el ciudadano López tiene el derecho de acudir a la administración de justicia para solicitar que se le repare, por lo menos en parte, el daño causado. El artículo 90 de la Constitución señala: “El Estado responderá patrimonialmente por los daños antijurídicos que le sean imputables, causados por la acción o la omisión de las autoridades públicas. En el evento de ser condenado el Estado a la reparación patrimonial de uno de tales daños, que haya sido consecuencia de la conducta dolosa o gravemente culposa de un agente suyo, aquél deberá repetir contra éste”.
-Está prevista la acción de reparación (Ley 678 de 2001), que el Estado colombiano, por extrañas razones (que deberían ser objeto de investigación), no suele ejercer.
-El Estado debe asumir su responsabilidad. Con la disculpa del daño fiscal que provocan las sentencias en su contra, viene aplicando la torpe e injusta doctrina según la cual no se debe indemnizar a los particulares por los inmensos perjuicios que les causan sus agentes porque ello resulta muy costoso.
Claro. Pero entonces debería ingeniar mecanismos preventivos para que los funcionarios respetaran las normas constitucionales, los Tratados Internacionales, las leyes, la doctrina constitucional y la jurisprudencia, y para que se abstuvieran de causar daños, muchas veces irreparables, a las personas. Nadie ignora en Colombia que derechos de primer orden, como el trabajo en condiciones dignas y justas, el debido proceso, la libertad, la honra, la igualdad, la intimidad y hasta la integridad personal y la vida misma son con frecuencia amenazados y vulnerados por servidores públicos que se creen dueños del mundo cuando toman posesión de sus cargos y que no vacilan en atropellar a los seres humanos con tal de conseguir sus objetivos específicos -políticos, burocráticos, económicos o de otra índole- o de ascender en la escala jerárquica de la organización estatal.
Resulta inconcebible que a estas alturas alguien pretenda, en un Estado Social de Derecho, pedirle a las víctimas de estropicios provocados por agentes estatales que se abstengan de hacer uso de los instrumentos y acciones que el sistema jurídico les proporciona, o conminar a los funcionarios superiores para que persistan con terquedad en el error judicial o administrativo, en pos de un mal entendido cuidado con las finanzas públicas.