El asesinato de Calas, cometido en Toulouse con la espada de la justicia, el 9 de marzo de 1762, es uno de los acontecimientos más singulares que merecen la atención de nuestra época y de la posteridad. Se olvida con facilidad aquella multitud de muertos que perecieron en batallas sin cuento, no sólo porque es fatalidad inevitable de la guerra, sino porque los que mueren por la suerte de las armas podían también dar muerte a sus enemigos y no caían sin defenderse. Allí donde el peligro y la ventaja son iguales, cesa el asombro e incluso la misma compasión se debilita; pero si un padre de familia inocente es puesto en manos del error, o de la pasión, o del fanatismo; si el acusado no tiene más defensa que su virtud; si los árbitros de su vida no corren otro riesgo al degollarlo que el de equivocarse; si pueden matar impunemente con una sentencia, entonces se levanta el clamor público, cada uno tema por sí mismo, se ve que nadie tiene seguridad de su vida ante un tribunal creado para velar por la vida de los ciudadanos y todas las voces se unen para pedir venganza.
Se trataba, en este extraño caso, de religión, de suicidio, de parricidio; se trataba de saber si un padre y una madre habían estrangulado a su hijo para agradar a Dios, si un hermano había estrangulado a su hermano, si un amigo había estrangulado a su amigo, y si los jueces tenían que reprocharse haber hecho morir por el suplicio de la rueda a un padre inocente, o haber perdonado a una madre, a un hermano, o a un amigo culpable.
Jean Calas, de sesenta y ocho años de edad, ejercía la profesión de comerciante en Toulouse desde hacía más de cuarenta años y era considerado por todos los que vivieron con él como un buen padre. Era protestante, lo mismo que su mujer y todos sus hijos, excepto uno, que había abjurado de la herejía y al que el padre pasaba una pequeña pensión. Parecía tan alejado de ese absurdo fanatismo que rompe con todos los lazos de la sociedad, que había aprobado la conversión de su hijo Louis Calas y tenía además desde hacía treinta años en su casa una sirviente católica ferviente que había criado a todos sus hijos.
Uno de los hijos de Jean Calas, llamado Marc-Antoine, era hombre de letras: estaba considerado como espíritu inquieto, sombrío y violento. Dicho joven, al no poder triunfar ni entrar en el negocio, para lo que no estaba dotado, ni obtener el título de abogado, porque se necesitaban certificados de catolicidad que no pudo conseguir, decidió poner fin a su vida y dejó entender que tenía este propósito, a uno de sus amigos; se confirmó en esta resolución por la lectura de todo lo que se ha escrito en el mundo sobre el suicidio.
Finalmente, un día en que había perdido al juego, lo escogió para realizar su propósito. Un amigo de su familia y también suyo, llamado Lavaisse, joven de diecinueve años, conocido por el candor y la dulzura de sus costumbres, hijo de un abogado célebre de Toulouse, había llegado de Burdeos la víspera [el 12 de octubre de 1761] y cenó por casualidad en casa de los Calas. El padre, la madre, Marc-Antoine su hijo mayor, Pierre, el segundo, comieron juntos. Después de la cena se retiraron a una pequeña sala: Marc Antoine desapareció; finalmente, cuando el joven Lavaisse quiso marcharse, bajaron Pierre Calas y él y encontraron abajo, junto al almacén, a Marc Antoine en camisa, colgado de una puerta, y su traje plegado sobre el mostrador; la camisa no estaba arrugada; tenía el pelo bien peinado; no tenía en el cuerpo ninguna herida, ninguna magulladura.
Pasamos aquí por alto todos los detalles de que los abogados han dado cuenta: no describiremos el dolor y la desesperación del padre y la madre: sus gritos fueron oídos por los vecinos. Lavaisse y Pierre Calas, fuera de sí, corrieron en busca de cirujanos y justicia.
Mientras cumplían con este deber, mientras el padre y la madre sollozaban y derramaban lágrimas, el pueblo de Toulouse se agolpó ante la casa. Este pueblo es supersticioso y violento; considera como monstruos a sus hermanos si no son de su misma religión. Fue en Toulouse donde se dieron gracias solemnemente a Dios por la muerte de Enrique III y donde se hizo el juramento de degollar al primero que hablase de reconocer al gran, al buen Enrique IV. Esta ciudad celebra todavía todos los años, con una procesión y fuegos artificiales, el día en que dio muerte a cuatro mil ciudadanos heréticos, hace dos siglos. En vano seis disposiciones del consejo han prohibido esta odiosa fiesta, los tolosanos la han celebrado siempre, lo mismo que los juegos florales.
Algún fanático de entre el populacho gritó que Jean Calas había ahorcado a su propio hijo Marc-Antoine. Este grito repetido, se hizo unánime en un momento; otros añadieron que el muerto debía abjurar al día siguiente; que su familia y el joven Lavaisse le habían estrangulado por odio a la religión católica; un momento después ya nadie dudó de ello; toda la ciudad estuvo persuadida de que es un punto de religión entre los protestantes el que un padre y una madre deban asesinar a su hijo en cuanto éste quiera convertirse.
Una vez caldeados los ánimos, ya no se contuvieron. Se imaginó que los protestantes del Languedoc se habían reunido la víspera; que habían escogido, por mayoría de votos, un verdugo de la secta; que la elección había recaído sobre el joven Lavaisse; que este joven, en veinticuatro horas, había recibido la noticia de su elección y había llegado de Burdeos para ayudar a Jean Calas, a su mujer y a su hijo Pierre, a estrangular a un amigo, a un hijo, a un hermano.
El señor David, magistrado de Toulouse, excitado por estos rumores y queriendo hacerse valer por la rapidez de la ejecución, empleó un procedimiento contrario a las reglas y ordenanzas. La familia Calas, la sirviente católica, Lavaisse, fueron encarcelados.
Se publicó un monitorio no menos vicioso que el procedimiento. Se llegó más lejos: Marc-Antoine Calas había muerto calvinista y, si había atentado contra su propia vida, debía ser arrastrado por el lodo; fue inhumado con la mayor pompa en la iglesia de San Esteban, a pesar del cura, que protestaba contra esta profanación.
Hay en el Languedoc cuatro cofradías de penitentes, la blanca, la azul, la gris y la negra. Los cofrades llevan un largo capuchón con un antifaz de paño con dos agujeros para poder ver: quisieron obligar al señor duque de Fitz-James, comandante de la provincia, a entrar a su cofradía, pero él se negó. Los cofrades blancos hicieron a Marc-Antoine Calas un funeral solemne, como a un mártir. Jamás Iglesia alguna celebró la fiesta de un mártir verdadero con más pompa; pero aquella pompa fue terrible. Se había colgado sobre un magnífico catafalco un esqueleto al que se imprimía movimiento y que representaba a Marc-Antoine Calas llevando en una mano una palma y en la otra la pluma con que debía firmar la abjuración de la herejía y que escribía, en realidad, la sentencia de muerte de su padre.
Entonces ya no le faltó al desgraciado que había atentado contra su vida más que la canonización: todo el pueblo lo miraba como un santo; algunos le invocaban, otros iban a rezar sobre su tumba, otros le pedían milagros, otros contaban los que había hecho. Un fraile le arrancó algunos dientes para tener reliquias duraderas. Una beata, algo sorda, dijo que había oído un repicar de campanas. Un cura apoplético fue curado después de haber tomado un emético. Se levantó acta de aquellos prodigios. El que escribe este relato posee una atestación de que un joven de Toulouse se volvió loco después de haber rezado varias noches sobre la tumba del nuevo santo sin obtener el milagro que imploraba.
Algunos magistrados eran de la cofradía de los penitentes blancos. Esta circunstancia hacía inevitable la muerte de Jean Calas.
Lo que sobre todo preparó su suplicio fue la proximidad de esa fiesta que los tolosanos celebran todos los años en conmemoración de una matanza de cuatro mil hugonotes; el año 1762 era el año centenario. Se levantaba en la ciudad el tinglado para esta solemnidad; aquello inflamaba más aún la imaginación ya caldeada del pueblo; se decía públicamente que el patíbulo en que Jean Calas sufriría el suplicio de la rueda constituiría el mayor ornato de la fiesta; se decía que la Providencia traía ella misma aquellas víctimas para ser sacrificadas a nuestra santa religión. Veinte personas han oído este discurso y otros aún más violentos. ¡Y esto en nuestros días! ¡Y en una época en que la filosofía ha hecho tantos progresos! ¡Y en un momento en que cien academias escriben para inspirar mansedumbre en las costumbres! Parece que el fanatismo, indignado desde hace poco por los éxitos de la razón, se debate bajo ella con más rabia.
Trece jueces se reunieron diariamente para sustanciar el proceso. No se tenía, no se podía tener prueba alguna contra la familia; pero la religión engañada hacía veces de prueba. Seis jueces persistieron mucho tiempo en condenar a Jean Calas, a su hijo y a Lavaisse al suplicio de la rueda, y a la mujer de Jean Calas a la hoguera. Otros siete más moderados querían que por lo menos se reflexionase. Uno de los jueces, convencido de la inocencia de los acusados y de la imposibilidad del crimen, habló vivamente en su favor; opuso el celo del humanitarismo al celo de la severidad; se convirtió en el abogado público de los Calas en todos los hogares de Toulouse, donde los gritos continuos de la religión equivocada reclamaban la sangre de aquellos desgraciados. Otro juez, conocido por su violencia, hablaba en la ciudad con tanto arrebato contra los Calas como el primero mostraba entusiasmo en defenderlos. Finalmente el escándalo fue tan fuerte que uno y otro tuvieron que declararse incompetentes; se retiraron al campo.
Pero por una extraña desgracia, el juez favorable a los Calas tuvo la delicadeza de persistir en su recusación, mientras que el otro regresó a la ciudad para dar su voto contra aquellos que debía juzgar; fue este voto el que decidió la condena al suplicio de la rueda, ya que sólo hubo ocho votos contra cinco, después de que uno de los seis jueces opuestos a la sentencia se pasó finalmente, tras muchas discusiones, al partido más implacable.
Parece que, cuando se trata de un parricidio y de condenar a un padre de familia al más espantoso suplicio, el juicio debería ser unánime, porque las pruebas de un crimen tan inaudito deberían ser una evidencia perceptible para todo el mundo: la menor duda en un caso semejante debe bastar para hacer temblar la mano de un juez que se dispone a firmar una sentencia de muerte. La debilidad de nuestra razón y la insuficiencia de nuestras leyes se dejan notar todos los días, pero, ¿en qué ocasión se descubre su defectuosidad que cuando la preponderancia de un solo voto hace morir en el suplicio de la rueda a un ciudadano? En Atenas se necesitaba una mayoría de cincuenta votos pata osar dictar una sentencia de muerte. ¿Qué se deduce de esto? Que sabemos, muy inútilmente, que los griegos eran más sensatos y más humanos que nosotros.
Parecía imposible que Jean Calas, anciano de sesenta y ocho años, que tenía desde hacía tiempo las piernas hinchadas y débiles, hubiese estrangulado y ahorcado él solo a un hijo de veintiocho años, de una fuerza superior a la corriente; era absolutamente preciso que hubiese sido ayudado en esta ejecución por su mujer, por su hijo Pierre Calas, por Lavaisse y por la criada. No se habían separado un solo momento la noche de aquella fatal aventura. Pero esta suposición era también tan absurda como la otra: porque, ¿cómo una sirviente que era fervorosa católica habría podido tolerar que unos hugonotes asesinasen a un joven criado por ella para castigarle de amar la religión de aquella misma sirviente? ¿Cómo Lavaisse habría venido expresamente de Burdeos para estrangular a su amigo, de quien ignoraba la pretendida conversión? ¿Cómo una madre amante habría puesto las manos sobre su hijo? ¿Cómo todos juntos habrían podido estrangular a un joven robusto como todos ellos, sin un combate largo y violento, sin gritos espantosos que habrían alertado a toda la vecindad, sin golpes repetidos, sin magulladuras, sin ropas desgarradas?
Era evidente que, si se había podido cometer el parricidio, todos los acusados eran igualmente culpables, porque nos e habían separado ni un momento; era evidente que no lo eran; era evidente que el padre solo no podía serlo; y, sin embargo, la sentencia condenó sólo a este padre a expirar en la rueda.
El motivo de la sentencia era tan inconcebible como todo lo demás. Los jueces que estaban decididos a condenar al suplicio a Jean Calas persuadieron a los otros de que aquel débil anciano no podría resistir el tormento y que, bajo los golpes de sus verdugos, confesaría su crimen y el de sus cómplices. Quedaron confundidos cuando aquel anciano, al morir en la rueda, tomó a Dios por testigo de su inocencia y le conjuró a que perdonase a sus jueces.
Se vieron obligados a dictar una segunda sentencia, que se contradecía con la primera, poniendo en libertad a la madre, a su hijo Pierre, al joven Lavaisse y a la criada; pero al hacerles notar uno de los consejeros que aquella sentencia desmentía a la otra, que se condenaban ellos mismos, que habiendo estado siempre juntos todos los acusados en el momento en que se suponía haberse cometido el parricidio, la liberación de todos los sobrevivientes demostraba indefectiblemente la inocencia del padre de familia ejecutado, tomaron entonces el partido de desterrar a Pierre Calas, su hijo. Este destierro parecía tan inconsecuente, tan absurdo como todo lo demás: porque Pierre Calas era culpable o inocente del parricidio; si era culpable había que condenarle a la rueda, como su padre; si era inocente, no debía ser desterrado. Pero los jueces, asustados del suplicio del padre y de la enternecedora piedad con que había muerto, pensaron salvar su honor haciendo creer que concedían la gracia del hijo, como si el perdonarle no hubiese sido una nueva prevaricación; y creyeron que el destierro de aquel joven, pobre y sin apoyo, al carecer de consecuencias, no era una gran injusticia, después de la que habían tenido la desgracia de cometer.
Se empezó por amenazar a Pierre Calas, en su celda, con tratarle como a su padre si no abjuraba de su religión. Esto es lo que atestigua este joven bajo juramento.
Pierre Calas, al salir de la ciudad, encontró a un cura dedicado a hacer conversiones que le hizo volver a Toulouse; fue encerrado en un convento de dominicos y allí se le obligó a practicar todos los ritos del catolicismo: era en parte lo que se quería, era el precio de la sangre de su padre; y la religión, a la que se había creído vengar, parecía satisfecha.
Le fueron quitadas las hijas a la madre, encerrándolas en un convento. Esta mujer, casi regada por la sangre de su marido, que había tenido a su hijo mayor muerto entre los brazos, viendo al otro desterrado, privada de sus hijas, despojada de todos sus bienes, se encontraba sola en el mundo, sin pan, sin esperanza, muriendo de los excesos de su desgracia. Algunas personas, después de un meditado examen de todas las circunstancias de aquella horrible aventura, quedaron tan impresionados que presionaron a la viuda Calas, retirada en su soledad, para que osase acudir en demanda de justicia a los pies del trono. En aquellos momentos aquella mujer no podía tenerse en pie, se extinguía; y además, habiendo nacido inglesa, trasplantada a una provincia de Francia desde su juventud, el mero nombre de la ciudad de París le espantaba. Imaginaba que la capital del reino debía ser aún más bárbara que la del Languedoc. Finalmente, el deber de vengar la memoria de su marido pudo más que su debilidad. Llegó a París a punto de expirar. Quedó asombrada al verse acogida, al encontrar socorros y lágrimas.
En París la razón puede más que el fanatismo, por grande que éste pueda ser, mientras que en provincias el fanatismo domina siempre la razón.
El señor de Beaumont, célebre abogado del parlamente de París, tomó primero su defensa y redactó una consulta que fue firmada por quince abogados. El señor Loiseau, no menos elocuente, compuso un memorial en favor de la familia. El señor Mariette, abogado del tribunal, escribió un recurso jurídico que llevó la convicción a todas las mentes.
Estos dos generosos defensores de las leyes y la inocencia renunciaron en favor de la viuda al beneficio de las ediciones de sus alegatos. París y Europa entera se conmovieron y pidieron justicia juntamente con aquella mujer infortunada. La sentencia fue pronunciada por todo el público mucho antes de que pudiera ser dictada por el tribunal.
La compasión penetró hasta el ministerio, a pesar del ininterrumpido torrente de los negocios, que a menudo excluye la piedad y, a pesar de la costumbre de ver desgraciados, que puede endurecer aún más el corazón. Las hijas fueron devueltas a la madre. Se vio a las tres, cubiertas de crespón y bañadas en lágrimas, haciéndolas verter a sus jueces.
Pero esta familia tuvo todavía algunos enemigos, porque se trataba de religión. Varias personas, que llaman en Francia devotas, dijeron con altivez que era preferible someter al tormento de la rueda a un viejo calvinista inocente que exponer a ocho consejeros del Languedoc a reconocer que se habían equivocado: se utilizó incluso esta expresión: “Hay más magistrados que Calas”; y se infería de esto que la familia Calas debía ser inmolada en honor a la magistratura. No se pensaba que el honor de los jueces consiste, como el de los demás hombres, en reparar sus faltas. No se cree en Francia que el papa, asistido de sus cardenales, sea infalible: se podría creer igualmente que ocho jueces de Toulouse tampoco lo son. Todo el resto de la gente sensata y desinteresada decía que la sentencia de Toulouse sería anulada en toda Europa aunque consideraciones particulares impedirían la casación en el tribunal.
Éste era el estado de esta asombrosa aventura, cuando ha hecho nacer en la mente de personas imparciales, pero sensibles, el designio de presentar al público algunas reflexiones sobre la tolerancia, sobre la indulgencia, sobre la conmiseración, que el padre Hauteville llama dogma monstruoso, en su declamación ampulosa y errónea sobre estos hechos, y que la razón llama atributo de la naturaleza.
O bien los jueces de Toulouse, arrastrados por el fanatismo del populacho, han hecho morir en la rueda a un padre de familia inocente, lo que es algo sin ejemplo; o bien este padre de familia y su mujer han estrangulado a su hijo mayor, ayudados en este parricidio por otro hijo y un amigo, cosa que no existe en la naturaleza. En uno u otro caso, el abuso de la religión más santa ha producido un gran crimen. Interesa por lo tanto a la humanidad examinar si la religión debe ser caritativa o bárbara”.
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