La Constitución Políticade 1991, que es laica, y que consagra la libertad de cultos a la vez que una total separación, sin perjuicio del respeto, entre la órbita estatal y la religiosa, entiende el matrimonio como una de las formas a través de las cuales se constituye la familia, pero -a diferencia de ordenamientos precedentes- no circunscribe ese contrato al ámbito del catolicismo -por lo cual son de recibo otras solemnidades con similares nombre y efectos, de religiones diversas-, a la vez que se abstiene de discriminar de manera tan ofensiva como en el pasado se hizo en nuestra historia legislativa y jurisprudencial, otras formas de unión -como las de hecho-, o los hijos habidos a partir de ellas.
El matrimonio, por supuesto, nos merece el mayor respeto, y, claro está, el católico a quienes pertenecemos a esa religión, pero desde una perspectiva jurídica actual es necesario reconocer que las cosas han cambiado, y que dentro de un criterio pluralista, libre y democrático, ya no es posible clasificar las uniones entre hombre y mujer en categorías, unas superiores a las otras, o de mayor rango y jerarquía.
Carece hoy de sentido la mirada despectiva hacia las uniones maritales de hecho, hacia el compañero o compañera permanente, hacia los hijos habidos fuera del matrimonio, hacia las madres solteras, y, bajo la concepción del Estado Social de Derecho y de la primacía de la dignidad de la persona humana -tan atropellada en el pasado, según concepciones oscurantistas-, nuestra sociedad y nuestro ordenamiento protegen a la familia en sí misma, con independencia de la forma, solemne o no, mediante la cual se haya fundado.
Calificativos que hicieron parte de nuestra legislación -como “legítimos”, “naturales”, o “ilegítimos”, utilizados para clasificar a los hijos, según sus padres hubiesen o no estado casados al momento de la concepción o del nacimiento- han desaparecido por completo, en virtud de sentencias de la Corte Constitucional que han hecho compatible la normatividad con la Carta Política, y obviamente, palabras tan odiosas como aquéllas que en alguna época se usaron para referirse a seres humanos, tildándolos de “hijos de dañado y punible ayuntamiento” -más propias de la Inquisición que de un sistema jurídico democrático- están desechadas por completo, en beneficio de los derechos fundamentales, de la dignidad de la persona, de la igualdad y de la justicia.
Creemos que, inclusive, ya no tiene relevancia lo plasmado en una de las últimas reformas legales anteriores a la Constitución, en el sentido de diferenciar entre “hijos matrimoniales” e “hijos extramatrimoniales”. Todos son simplemente –nada más ni nada menos- hijos, con todos sus derechos y prerrogativas, en un clima de total igualdad, defendida y protegida por los artículos 1, 5, 13 y 42 de la Carta Política, entre otros.
De ahí que extrañen providencias judiciales que a veces se profieren, en materia sucesoral, buscando antecedentes sobre el tipo de vínculo al amparo del cual nació una persona antes de 1938, como si fuera de mayor relevancia la legislación preexistente -hoy derogada por la Constitución- que los preceptos fundamentales.