En octubre cumple cien años el Acto Legislativo 3 de 1910, de la Asamblea Nacional Constituyente, que consagró, con el carácter popular que hoy tiene, la acción pública de inconstitucionalidad. Ella se ejerció hasta 1991 ante la Corte Suprema de Justicia, dando lugar a valiosísima jurisprudencia, y hoy se ejerce ante la Corte Constitucional, que ha podido desarrollar en muchas de sus sentencias los fundamentos, valores y principios de la Carta vigente.
Es justo destacar –ojala lo haga el país- el trascendental aporte que a la democracia y al sistema de control de constitucionalidad hicieron los artífices de esta institución, muy propia de Colombia y Venezuela, que corresponde a un derecho político de primer orden en cabeza de todo ciudadano.
Cuando el ciudadano ejerce la acción, no tiene que invocar interés alguno que no sea la efectiva vigencia del orden jurídico, ni estar legitimado en causa distinta de su derecho político al imperio de la Constitución.
De nada sirve la declaración teórica de los derechos fundamentales, civiles, sociales, culturales, políticos o colectivos, si el ciudadano no tiene garantizado un derecho a la Constitución. A su cabal y cierta observancia.
Cuando los órganos constituidos dictan normas contrarias a la Constitución lesionan gravemente el orden democrático y ofenden al pueblo, no por oponerse a un papel denominado “constitución” –al que se rinda, como algunos creen, injustificada pleitesía-, sino porque la Constitución es en sí misma la garantía por excelencia de los derechos, las libertades, los mecanismos de defensa de los gobernados, las reglas del sistema político, el equilibrio en la distribución de las funciones públicas, los límites y restricciones al gobernante para que no ejerza el poder de modo abusivo o arbitrario. Cada vez que se viola la Constitución se da un golpe a la democracia, y si la violación se impone, al quebrantarse los postulados del ordenamiento, se erige la vía de hecho por encima del Estado de Derecho.
Si, como ocurre en Colombia desde hace cien años, el ciudadano es un vigía, que vela constantemente por el imperio de la Constitución y puede acudir sin intermediarios e informalmente a un Tribunal de primer nivel que se supone fue creado para preservar esa Constitución, con el objeto de provocar el examen de una norma posiblemente inconstitucional, la democracia está resguardada. Claro, siempre que ese Tribunal cumpla su función y se consagre de verdad, imparcial e independientemente, a la salvaguarda de la Constitución.