En vez de lograr que el concepto existente en el exterior sobre Colombia –negativo en grado sumo, como nos consta directamente- mejore un poco, tal parece que nuestros funcionarios están empeñados en hacerlo todavía más negativo; en que sigamos siendo vistos como salvajes; en que nuestra democracia se palpe y se vea en otros países como de mentiras.
Así, después de dos años de crisis caracterizada por investigaciones, procesos, detenciones y condenas contra un altísimo número de congresistas, por posibles vínculos y acuerdos con organizaciones paramilitares, y tras el escándalo de la compra de votos y los cohechos –hoy ya fallados por la Corte Suprema en sentencias definitivas- durante el trámite de la enmienda reeleccionista de 2004 –la “reforma de Yidis y Teodolindo”-, en el mundo será muy difícil explicar por qué el Gobierno colombiano pretende reformar otra vez la Constitución para retornar a un sistema que, lejos de establecer normas exigentes con miras a un Congreso digno y autónomo, obstruía con trámites políticos la administración de justicia cuando se trataba de delitos cometidos por integrantes de las cámaras. Como quien dice, premiar las costumbres políticas corruptas, asegurándoles en adelante la impunidad, y castigar al órgano que las ha venido investigado y sancionando -la Corte Suprema de Justicia-, despojándola de su función. Ha actuado demasiado bien, y eso, en Colombia, está mal, según la óptica vigente.
Al mismo tiempo, cuando el mundo entero está pendiente de lo que ocurre con algo tan tenebroso como el sistemático plan criminal denominado con el generoso nombre de “falsos positivos” –en realidad, horrendos crímenes de lesa humanidad-, como lo acaba de reiterar el relator de Naciones Unidas que visitó recientemente al país, el Gobierno decide cerrar toda posibilidad de reparación administrativa –siquiera en parte- a las miles de víctimas de esos y otros gravísimos delitos; hundir la denominada “ley de víctimas”, al borde mismo de su aprobación, por razones económicas de última hora antes jamás invocadas, y con cifras que varían de hora en hora en varios billones de pesos; absolver “in genere” a los autores de esas conductas cuando son agentes estatales –en vez de pedir su ejemplar castigo por haber enlodado al Estado y al Ejército- , y dejar a los damnificados en la más absoluta desprotección.
Simultáneamente, los victimarios son cobijados de manera anticipada y por vía general, con una ley mediante la cual se disfraza un indulto, por el principio de oportunidad extendido inconstitucionalmente, y antiguos guerrilleros sobre cuyos crímenes nada sabremos jamás son designados “gestores de paz” o enviados con gastos pagos al exterior, sin proceso alguno.
Se preguntan por fuera: ¿será posible esperar que alguna vez diga algo la Defensoría del Pueblo –para la cual los “falsos positivos” parece que no existieran-; que la Procuraduría vigile que se haga justicia, en vez de regañar a quienes administran justicia por hacerlo, y que el Gobierno deje de discriminar entre crímenes de organizaciones ilegales y crímenes de agentes estatales?