Pastrana hizo varios meses antes lo que Uribe había prometido hacer el 8 de agosto si era elegido Presidente: rompió las negociaciones de paz, acabó con la zona de distensión y terminó de manera abrupta el proceso al que había dedicado tres años de gobierno; aplicó esa receta con anticipación y ya estamos viendo y viviendo a dónde conducía y las consecuencias que traía. Y aunque ahora, creado el hecho, el país respalda al Presidente pese a sus monumentales equivocaciones en el manejo del proceso, no es menos cierto que hace cuatro años a los colombianos se nos prometió algo muy distinto –la paz-, y la mayoría, hábilmente conducida por algunos periodistas –los mismos que hoy han avalado y popularizado la propuesta de guerra- aplazó la elección de un candidato con conciencia social, preparado y serio, para lanzar al país a una aventura que no termina.
Ahora el mismo grupito de periodistas –que parece haberse adueñado de los destinos del país- quiere derrotar de nuevo a Horacio Serpa mediante la manipulación de las encuestas y con el espejismo de una paz que –dicen- se logrará solamente con medidas de fuerza. Lo malo es que, si se atiende a las encuestas, ese aplazamiento no sería únicamente para la legítima aspiración del candidato, sino sobre todo para las soluciones urgentes que necesitan las grandes mayorías en materias tan delicadas como el desempleo, el hambre, los inconcebibles costos de los servicios públicos, la quiebra del sistema de salud, los abusos del sector financiero, entre otros, todos agravados hoy por la insensible y ventajosa tendencia neoliberal que predomina en el actual gobierno, sin que frente a esa problemática, que afecta de modo directo a multitud de colombianos, la propuesta del otro candidato ofrezca nada distinto, luego parece que se quiere seguir con la estructura y los males del capitalismo salvaje. Todo con el argumento de que la única urgencia del país es la guerra.
Se ignora, por supuesto, que detrás del agudo conflicto armado hay un telón de fondo consistente en una explosiva y muy grave situación social que es de verdadera emergencia y que, de subsistir, no permitirá alcanzar la paz, aun en la lejana hipótesis de que la guerrilla fuese derrotada por la fuerza pública.
A no dudarlo, el abandono en que el Estado colombiano tiene sumida a gran parte de la población, la más pobre y discriminada, la miseria y el desempleo constituyen el clima propicio para la subversión, el sicariato, la violencia y todas las expresiones delictivas.
No podemos pensar en la paz por la vía exclusiva de las armas; es preciso declarar una emergencia social que recupere condiciones de vida dignas para millones de personas y que realice, cuando menos en parte, el postulado constitucional del Estado Social de Derecho.
Dígase cuanto se diga en esta campaña política en que se quiere aprovechar la situación del orden público para obtener dividendos electorales, y hágase cuanto se haga en el campo militar, a los colombianos no nos podrán convencer de que la lucha armada se constituye en la panacea que remedie todos nuestros males. A diferencia de quienes consideran que la paz a la fuerza es requisito para la solución del terrible conflicto social que vive el país desde hace varios años, quien esto escribe considera que sin una inaplazable toma de conciencia de la sociedad y del Estado sobre las condiciones de vida de las clases marginadas y acerca del dilema que afecta a la clase media en virtud de un erróneo modelo económico que amenaza con extinguirla, es utópico cualquier propósito de paz por cuanto la dura realidad de la pobreza y la incapacidad del Estado para responder a las necesidades básicas de las personas conspirarán siempre, y cada vez con mayor vigor, contra su esencia.