No es la primera vez ni será la última que manifiesto preocupación por la ineficacia del Derecho, la cual radica sencillamente en el carácter teórico de las normas, en la inejecución de las sentencias, en la impotencia de las autoridades para hacer que los objetivos buscados por el Constituyente y por el legislador tengan cabal y oportuno desarrollo en el seno de la comunidad.
En Colombia, talvez como en ningún otro sistema, el síndrome de la ineficacia del Derecho tiene características de gravedad creciente, y lo peor es la falta de conciencia colectiva al respecto.
Se expiden normas en progresión geométrica. Contra toda sindéresis, se juzga al Congreso por el número de leyes que aprueba, y el Congreso se convierte en fábrica de artículos, incisos y parágrafos que a veces no entienden ni los propios congresistas; pero todas esas normas no se cumplen; no hay políticas estatales en materias relativas a la justicia, y por tanto los cambios en la normatividad son constantes y arbitrarios; las altas corporaciones -como tuve ocasión de advertirlo en varios salvamentos de voto y lo digo ahora con mayor razón dados los improvisados cambios que sufre la jurisprudencia constitucional- modifican la jurisprudencia todos los días, generando desconcierto, y por todo ello la inseguridad y la inestabilidad jurídicas dominan las más diversas actividades. Que lo digan, si no, los inversionistas extranjeros.
El Derecho, entonces, se desfigura y se torna ineficaz, y en vez de introducir el orden y de realizar la justicia en el seno de la comunidad, que son sus funciones básicas, pasa a convertirse en un esquema incomprensible que fracasa en el momento de su aplicación y permite que las vías de hecho se impongan y gobiernen.
Los abogados nos enredamos en teorías e interpretaciones. Complicamos lo que no es complicado. Damos la espalda al elemental principio según el cual el Derecho es lógica, y nos empeñamos en la toma de decisiones que realizan el absurdo, so pretexto de formalistas concepciones que chocan con la realidad y desconocen la razón.
En el más alto nivel normativo, la Constitución se está convirtiendo en una colcha de retazos. En trece años de vigencia ya tiene dieciocho reformas. Una más se aprueba esta semana, e introducirá una serie de cambios que se prestarán para numerosas y contradictorias interpretaciones, pues no solamente se ocupará en permitir la reelección presidencial para el período inmediato, sino que regulará de manera nebulosa lo relativo a la participación de servidores públicos en política, en un contexto inequitativo y desigual.
Y ya se anuncian otras reformas, varias de las cuales están en curso, contradiciendo reformas recientemente aprobadas, como la pensional, o como la referente al sistema acusatorio, que entrará a regir de manera parcial en el territorio el próximo 1 de enero. Esta última reforma -a propósito- ha sido desarrollada por un Código de Procedimiento Penal que tiene ya 30 modificaciones a él introducidas so pretexto de correcciones caligráficas y tipográficas, y ya veremos cómo principia a aplicarse, en medio de encontradas teorías y con mucha inseguridad relativa a la infraestructura y a los recursos económicos para su completa instauración.
Se propone una reforma a la justicia que nada tiene que ver con las propuestas originarias del Gobierno, y entre tanto la congestión y la mora judicial hacen inútil en la práctica el derecho de todo ciudadano de acceder a la administración de justicia.
(Nov. 22/04)