Infortunadamente se ha incrementado en Colombia durante los últimos años una tendencia antisocial por su misma definición: la intolerancia, la agresividad, la violencia, el ataque -muchas veces gratuito e injustificado- a las otras personas, tanto de obra como de palabra. Es la mal llamada “cultura” -que en realidad es falta de cultura- del desprecio y la falta de consideración hacia los semejantes.
Desde luego -y esto no nos puede servir de consuelo- el fenómeno no es exclusivamente colombiano. El mundo se ha tornado irracional y violento. Hasta en países en los que no solía pasar nada, como Noruega, ya vimos de lo que es capaz un extremista armado. Y los casos de obnubilados que disparan indiscriminadamente son cada vez más frecuentes en territorio norteamericano, para no hablar de los crímenes cometidos por los narcotraficantes en las ciudades mexicanas.
En una sociedad civilizada, resulta completamente inaceptable que las personas pretendan hacer valer sus argumentos mediante los golpes, las vías de hecho; las razones expuestas de manera primaria, con los puños o con las armas, o a más no poder mediante el insulto y la agresión verbal, que también constituyen formas de violencia.
El terrorismo y la delincuencia, por definición, son intolerantes, pero lo que se quiere resaltar en este escrito es la extensión de la agresividad y la conducta intolerante a los sectores supuestamente pacíficos, cultos y no delictivos de la sociedad. E inclusive a la clase dirigente, pues también está presente en muchas partes la intolerancia política, provocada por el lenguaje agresivo de líderes que exacerban los ánimos de sus seguidores y que, a falta de propuestas y criterios, suelen enfilar baterías contra sus oponentes o rivales, contra funcionarios, o simplemente contra quienes no comparten sus ideas, desatando las pasiones de desadaptados. El caso de la Congresista Gabrielle Gifford, hoy milagrosamente recuperada tras el ataque de un francotirador, es apenas una muestra.
En Colombia, el caso reciente del Bolillo Gómez, que ha dado lugar a tanta controversia en cuanto a si debe o no seguir como técnico de la Selección Colombia, es también una manifestación de intolerancia y de violencia. Y debería servir mejor de motivación para transmitir un doble mensaje a todos los colombianos: que las mujeres -todas, y no solamente las de personajes conocidos- merecen respeto, y que la violencia, en todas sus formas y contra cualquier persona, debe ser rechazada.