En el Estado de Derecho, cuando se trata de la función judicial, los jueces y tribunales únicamente pueden actuar si gozan de jurisdicción y competencia; en el curso de los procesos que les son confiados por la Constitución y las leyes; en los momentos procesales previamente señalados por normas generales anteriores, y según las reglas propias de cada juicio (Art. 29 C.P.).
Ello garantiza al ciudadano que no será sorprendido de manos a boca por un fallo dictado según el querer personal del juez y en el momento en que él desee proferirlo.
En ese contexto, es inconcebible que un juez o tribunal -por alto que sea su rango- dicte providencias por fuera de proceso, o en la oportunidad en que lo considere pertinente.
Por eso llama la atención el “auto” dictado el 29 de junio de 2004 por la Sala Plena de lo Contencioso Administrativo del Consejo de Estado con el propósito -no logrado, por supuesto- de quitar efectos a una sentencia de la Corte Constitucional (la T-1232 del 16 de diciembre de 2003), por la cual se puso fin al proceso de tutela iniciado por demanda de Edgar Perea contra el fallo del mismo Consejo de Estado que el 18 de julio de 2000 lo había despojado de su investidura de Senador.
La Corte encontró que habían sido violados derechos fundamentales del congresista y locutor deportivo y con apoyo en el artículo 86 de la Constitución, los protegió, declarando que el Consejo de Estado había incurrido en una vía de hecho, es decir en una decisión arbitraria y antijurídica, por lo cual la Corte privó de efectos jurídicos tanto la sentencia que decretó la pérdida de investidura como la que resolvió negativamente sobre el recurso de revisión interpuesto contra ella en su oportunidad.
Reitérase, entonces, que el proceso de tutela -que tenía por objeto la preservación de los derechos fundamentales de Perea- culminó con la sentencia de la Corte Constitucional, inapelable y definitiva, cuya nulidad fue solicitada por el Consejo de Estado y negada por la Sala Plena de la Corte.
Allí no hay ni puede haber nada más. La sentencia del Consejo de Estado que declaró la pérdida de investidura ha desaparecido del panorama jurídico; no existe; fue anulada por el máximo tribunal constitucional por violar derechos fundamentales y eso es cosa juzgada. Ninguna autoridad, por tanto, puede revivir los actos mediante los cuales se vulneraban derechos básicos. Hacerlo es desacato.
Algunos han recordado en estos días el artículo 53 del Decreto 2591 de 1991, que dice: “Artículo 53: Sanciones penales. El que incumpla el fallo de tutela o el juez que incumpla las funciones que le son propias de conformidad con este Decreto incurrirá, según el caso, en fraude a resolución judicial, prevaricato por omisión o en las sanciones penales a que hubiere lugar. También incurrirá en la responsabilidad penal a que hubiere lugar quien repita la acción o la omisión que motivó la tutela concedida mediante fallo ejecutoriado en proceso en el cual haya sido parte”.
En síntesis, Perea recobró por sentencia en firme y definitiva la totalidad de sus derechos políticos. Y eso no se puede desconocer ahora mediante un auto dictado por el Consejo de Estado, sin competencia y por fuera de proceso. Esa es otra vía de hecho.
El autor de la violación de derechos fundamentales no se puede erigir en juez del tribunal que condenó su actuación inconstitucional. Aunque haya decidido, extraproceso, seguir peleando inútilmente contra Edgar Perea.