Característica muy importante de las constituciones escritas, teniendo en cuenta su filosofía y origen, así como los antecedentes históricos de su establecimiento, estriba en la rigidez, según la cual, desde el punto de vista formal, no es lo mismo reformar las normas constitucionales que modificar la legislación. Ello, a diferencia de lo que acontece con las constituciones consuetudinarias, en las que sobresale precisamente el rasgo contrario: la flexibilidad de las reformas.
Los autores hablan de procedimientos “agravados”, refiriéndose a las exigencias que, en el campo de las formas, debe cumplir el órgano que tenga a su cargo la enmienda constitucional, según la propia Carta Política, para asegurar la validez de los cambios que introduzca. Son requisitos que ofrecen mayor dificultad que los ordinariamente previstos para expedir las leyes, y consisten normalmente en trámites adicionales, mayorías calificadas, publicaciones, consultas o solemnidades, sin las cuales el llamado Constituyente derivado no cumpliría adecuadamente su labor, y la modificación constitucional resultante sería inconstitucional.
Generalmente, los límites que se imponen en este plano al Constituyente derivado se encuentran expresamente señalados en el mismo texto de la Constitución, y hay algunas especialmente rígidas que, como la de Rionegro de 1863, resultaban por ello prácticamente irreformables.
Seguidos, en un sistema de Constitución rígida, los procedimientos extraordinarios correspondientes, mientras no existan cláusulas pétreas -vedadas al poder de reforma del correspondiente órgano-, se entiende por regla general que la Carta Política ha sido modificada, sin que ello implique sustituirla por otra, ya que esta competencia no tiene por objeto que el órgano autorizado reemplace al Constituyente primario y cambie las bases mismas de la institucionalidad.
Quienes consideran que los límites de fondo para la reforma de la Constitución deben ser expresos -estár escritos en su texto- piensan que, mientras haya guardado silencio el Constituyente, el órgano competente puede sin embargo, al modificar cualquier norma de la Constitución, reformar toda la Constitución, y ello implicaría en la práctica obrar como verdadero Constituyente primario.
Otros, en cambio, estiman que la Constitución tiene una esencia; un alma; unos elementos insustituibles, que si desaparecen hacen que la Carta Política sea otra, y que por tanto son impuestos al Constituyente secundario, así las normas respectivas no hayan señalado de manera expresa que son cláusulas pétreas. Son límites tácitos, que surgen del ser mismo de la Carta, y que, en consecuencia, no pueden ser traspuestos por un órgano constituido, aun investido de competencia de reforma, y con el cumplimiento de los requisitos formales.
El problema que se debe dilucidar, si se acoge la última tesis enunciada, es el siguiente: ¿Quién tiene autoridad para decir en últimas cuáles son esos elementos sustanciales, inherentes a la Constitución y que resultan inmodificables por el Constituyente derivado?
Lo analizaremos en la próxima entrega.