Un anónimo enviado a la Corte Suprema, y por ésta remitido -como era lógico- a la Fiscalía General de la Nación, ha dado lugar a indagaciones preliminares sobre la conducta del Procurador General, doctor Edgardo Maya.
Desde luego, el Fiscal ha obrado en ejercicio de sus facultades, y por su parte el Procurador reclama, con razón, que se haya iniciado todo simplemente por un anónimo.
Y es que la tesis del Procurador no es descabellada. Sin descalificar la posición de la Fiscalía -adoptada talvez en virtud del artículo 250 de la Constitución-, el orígen de las diligencias -el anónimo- nos produce inmensa desconfianza.
El ordenamiento jurídico debería prohibir -hoy no lo hace- que las autoridades iniciaran cualquier actuación penal o disciplinaria con base en un anónimo, primero por la debilidad que muestra quien no da la cara y prefiere tirar la piedra desde la oscuridad, y segundo por la desventaja en que se encuentra el incriminado, quien además de ser sorprendido está desarmado ante su detractor, y totalmente indefenso, en cuanto imposibilitado para controvertir las supuestas pruebas en su contra.
Las dificultades son mayores para un personaje público, como el Procurador, toda vez que el anónimo se reproduce en los medios de comunicación, causando enorme daño (impune) a su honra y a su buen nombre, y bien se sabe que, esparcida la especie y estimulado el morbo colectivo, aun la exoneración posterior o el archivo de las diligencias, o la preclusión, no son suficientes para restablecer la imagen pública del afectado. Infortunadamente, para la masa -recordemos a Ortega- no existe la presunción de inocencia.
Quien se atreva a denunciar a alguien, mediante anónimo, por cualquier delito o falta disciplinaria, desacredita -al esconderse- su propio dicho, y no debería ser atendido por las autoridades. Al menos una responsabilidad mínima tendría que exigirse a quien denuncia. El denunciado debe conocer al denunciante, para contradecirlo, para controvertir las pruebas que aporta, para desenmascararlo, si se trata -como muy probablemente ocurre- de algún enemigo hipócrita que lo saluda en las mañanas y remite anónimos en contra suya por las tardes.
Mi convicción es la de que -salvo casos muy contados de verdadero peligro para el denunciante (el que podría ser establecido y controlado por la autoridad)- el denunciante anónimo se agazapa con el objeto de atacar a mansalva, es cobarde, y tiene muy seguramente motivos inconfesables.