Dispone el numeral 16 del artículo 150 de la Constitución que corresponde al Congreso, por medio de ley, “aprobar o improbar los Tratados que el Gobierno celebre con otros Estados o con entidades de Derecho Internacional”.
En el mismo sentido, el artículo 224 de la Carta Política estipula que “los Tratados, para su validez, deberán ser aprobados por el Congreso”.
Por su parte, el artículo 189, numeral 2, de la Constitución confía al Presidente de la República, en su condición de Jefe de Estado, la función de dirigir las relaciones internacionales, y la de “celebrar con otros Estados y entidades de Derecho Internacional Tratados o Convenios que se someterán a la aprobación del Congreso”.
A través de esa aprobación, que no es ni puede ser un requisito superfluo, el Congreso ejerce -o debe ejercer- el control político, a posteriori, sobre los actos del Ejecutivo en cuya virtud se comprometen el interés de Colombia y su soberanía, frente a otros Estados o entidades de Derecho Internacional que después reclamarán, con justa razón y a la luz de la cláusula pacta sunt servanda, el cumplimiento exacto de lo convenido con nuestro Gobierno.
Mientras el proceso de aprobación se cumple en el Congreso, Colombia todavía tiene posibilidades de no comprometerse en lo que no le conviene, e inclusive de formular reservas en el momento de la ratificación, pero cuando ya el Tratado entre en vigor y obligue a Colombia en el plano internacional, haciéndose exigibles sus cláusulas, una vez examinado desde el punto de vista jurídico por la Corte Constitucional y efectuado por el Gobierno el canje de ratificaciones, podemos afirmar, siguiendo el dicho popular, que “no hay Santa Lucía que valga”. Es decir, no tenemos otra opción que cumplir lo pactado, a no ser que el Tratado se denuncie, lo cual exige el cumplimiento de requisitos internacionales rigurosos.
Es por ello que el momento del control político a cargo del Congreso resulta tan importante, desde el punto de vista de las conveniencias nacionales, a la vez que el control constitucional, en cabeza de la Corte, es decisivo en lo que concierne a la validez de lo acordado y a la facultad del Gobierno de expresar la voluntad del Estado colombiano en obligarse por el Tratado.
Nos permitimos recordar todo esto, aunque parecería no ser necesario, ante el hecho, informado por la prensa, de que las competentes comisiones constitucionales del Congreso demoraron apenas cinco minutos en la aprobación del TLC, un texto de trascendental importancia, en bien o en mal, para el futuro económico del país, cuyo contenido, extrañamente, ignora al 99% de los colombianos.