Para poder aplicar la Constitución y para permitir que ella produzca como efectos principales el establecimiento de un legítimo orden, la satisfacción de los derechos individuales y colectivos y la realización de la justicia, es necesario que se la entienda por los operadores jurídicos como un sistema armónico de valores, principios y normas, que en su conjunto traza las pautas a las cuales deben someterse, en todos los niveles, las autoridades y los particulares.
Así, pues, los preceptos constitucionales no pueden regir de manera aislada, desconectados del sistema, ni los casos particulares pueden resolverse en contradicción con los postulados esenciales del mismo.
Si algo caracteriza la Constitución colombiana de 1991 es la consagración expresa de valores y principios, tanto en el preámbulo como en el articulado, llamados todos ellos a orientar la vida en sociedad dentro del territorio, y a unificar la interpretación y aplicación de sus normas y de las numerosísimas reglas contenidas en leyes, decretos, resoluciones, ordenanzas, acuerdos y otras disposiciones, que si carecen de un hilo conductor -como en muchas materias ocurre- pueden causar una verdadera debacle, en vez de introducir el orden indispensable para la convivencia.
Al respecto, cabe decir una vez más que la incesante producción de normas en los distintos niveles, desde los actos legislativos hasta los decretos de la alcaldía más lejana, nos tiene asfixiados, y que esa mole inmensa de preceptos, plasmados con filosofías distintas y con criterios divergentes, todos en vigencia en forma simultánea, está muy lejos de corresponder al ideal de un genuino orden jurídico en un Estado de Derecho.
Sobre eso es necesario que los órganos constituidos reflexionen, y revisen por tanto su tendencia a creer que todos los problemas de la vida social se solucionan produciendo nuevas normas jurídicas y atiborrando el Diario Oficial y las gacetas departamentales con estatutos y códigos que no se van a cumplir.
La Constitución, que es el fundamento de las competencias ejercidas y la norma de normas, como proclama su artículo 4, tiene que ser el obligado punto de referencia que permita introducir el orden en medio de semejante caos. De ahí la importancia de la tarea que durante estas dos décadas han adelantado tanto la Corte Constitucional como el Consejo de Estado y la Corte Suprema de Justicia, sin cuya doctrina en las áreas de sus respectivas jurisdicciones habría sido imposible sostener algo de sindéresis y razonabilidad en la práctica del Derecho.
Pero, desde luego, no todo lo pueden hacer esas corporaciones, lo que obliga a quienes participan en el diseño del sistema jurídico legal, reglamentario y administrativo a ejercer sus funciones dentro de un concepto responsable al momento de proyectar y de crear nuevos ordenamientos, la mayoría de los cuales, si se mira el panorama general del Derecho positivo vigente, no son indispensables. Muchos nuevos preceptos sobran, y otros -digámoslo con franqueza- incrementan el desorden ya existente.
¿No será mejor cumplir la normatividad en vigor, de suyo voluminosa?