Quien esto escribe considera que la seguridad jurídica es un elemento insustituible de toda sociedad y de toda organización, mucho más si se trata del Estado. Sin seguridad jurídica -que implica la certidumbre colectiva acerca del contenido, la interpretación y la aplicación de las normas jurídicas y de las providencias judiciales- puede afirmarse que no existe estabilidad institucional y que desaparece en la práctica el fundamento mismo del ordenamiento.
Pero, desde luego, no se puede edificar toda la estructura jurídica ni diseñar toda la política estatal o de gobierno sobre la base exclusiva de este, que es uno de los valores del Derecho, junto con la justicia, la equidad y la igualdad.
Es necesario que se entienda el papel de cada uno de tales valores en el interior de la comunidad, y la mejor manera de apreciarlos es mediante la reducción a la hipótesis absurda de su inexistencia.
Piénsese en un sistema que fuera perfecto desde el punto de vista de su apariencia, en cuanto brindara a la comunidad todas -absolutamente todas- las posibilidades de seguridad, de manera que a su amparo jamás fuera modificada intempestivamente una ley, ni se cambiara el sentido de las políticas estatales, y fueran absolutamente previsibles las decisiones de los jueces y los dictámenes de la jurisprudencia. Un esquema dentro del cual todo -sin excepción- estuviera previsto y contemplado; calculado y no enmendable.
¿Sería esa la seguridad jurídica? ¿O sería más bien un sistema asfixiante, irrespirable, en el que resultara obligatorio todo lo no prohibido? ¿O -más gráficamente- estaríamos ante una dictadura de normas inflexibles y de ejecutores dictatoriales de las normas?.
El ideal de seguridad del sistema jurídico no es la inamovilidad; ni la inmodificabilidad de las reglas de convivencia; ni el estacionamiento indefinido de las políticas estatales; ni la congelación de las doctrinas judiciales; ni el estancamiento de la creatividad colectiva acerca de las soluciones más adecuadas y oportunas para las necesidades y expectativas de la sociedad.
Tampoco se puede entender como camisa de fuerza respecto de la libertad, y menos como restricción de la justicia. Esta se encuentra, sin duda, por encima de la seguridad jurídica y de todo otro valor dentro de la organización política.
La seguridad jurídica guarda relación -más bien- con un mínimo de estabilidad que la comunidad requiere en su esquema normativo, y con unos supuestos o entendidos -en el entorno social y en la convicción colectiva- que permitan tomar decisiones sin la permanente zozobra de renovadas sorpresas originadas en disposiciones completamente imprevisibles o en resoluciones administrativas o judiciales improvisadas.
Pero no es admisible que, por cuenta de la seguridad jurídica -mal entendida-, que hoy invocan algunos, nos vayan a eliminar un instrumento propio del valor de la justicia como la acción de tutela.