Por José Gregorio Hernández Galindo
Ya doblada -muy mal doblada- la página vergonzosa de la reforma constitucional a la justicia, prohijada por el Ejecutivo y hundida extemporáneamente -también por su decisión-, cabe reflexionar acerca del enorme desequilibrio que existe en Colombia entre las ramas del poder público, que en tal episodio quedó una vez más en evidencia.
Lo cierto es que, contra lo establecido en el artículo 113 de la Constitución de 1991 -en desarrollo de un principio democrático que todas nuestras constituciones han consagrado desde 1811 en adelante-, no hay en la práctica una autonomía del Congreso frente al Gobierno, y la rama judicial, que se había sostenido por muchos años como independiente, está perdiendo esa independencia.
Los órganos de control y fiscalización se muestran también inclinados a favorecer siempre las posiciones oficiales y a respaldar al Presidente de turno, inclusive acudiendo a novedosas interpretaciones de las normas jurídicas que rigen su actividad.
Las responsabilidades políticas de los gobernantes se asumen de labios para afuera pero sin ningún efecto real y no se cristalizan, salvo algunos casos extraordinarios en que -como acaba de ocurrir con el ex ministro Esguerra a raiz de la malhadada reforma- algún funcionario, con un poco más de vergüenza que los demás, decide sacrificarse.
El control político, para el cual la Constitución ofrece al Congreso valiosas herramientas, no se ejerce en realidad pese a los esfuerzos de un reducidísimo número de congresistas miembros de la oposición. Esas herramientas se convierten en puramente teóricas, como en el caso de la moción de censura, a la vez que el unanimismo, cuidadosamente cultivado y convenientemente regado día por día desde la Casa de Nariño, florece vigoroso, crece y se hace indestructible. La oposición es apabullada una y otra vez por las mayorías que rodean al Presidente, de modo tal que el Congreso no es hoy otra cosa que una dependencia del Gobierno, y los congresistas son mansas y obedientes ovejas incapaces de reaccionar ni siquiera cuando el amo los ofende.
En verdad, ciertas actuaciones del Congreso nos han hecho recordar a Pavlov y su teoría de los reflejos condicionados, que son respuestas no innatas a los estímulos externos, según un proceso de aprendizaje. Así, los gobiernos se encargan del estímulo -puestos en la burocracia oficial, partidas presupuestales, prebendas-, y la reacción segura es la aprobación de los proyectos en que aquél está interesado, sean cuales fueren -buenos o malos- y la abstención en el control.
Para la muestra, el más reciente caso: cuando el Gobierno quiso, fue aprobado en ocho debates el proyecto de reforma a la justicia, no obstante sus incoherencias, defectos, inutilidad e inconveniencia; cuando, ante el escándalo y el rechazo ciudadano, el Gobierno temió perder popularidad, intentó lavarse las manos y exigió, mediante unas objeciones improcedentes y convocando a sesiones extras inconstitucionales, que se archivara lo aprobado "por inconveniente", no encontró resistencia y logró en veinticuatro horas la unanimidad en lo solicitado. Llegó inclusive al extremo de engañar a los congresistas, convenciéndolos de que él respondería por las culpas penales o disciplinarias de todos y cada uno de ellos, como si eso fuera jurídicamente posible. Y no solo eso: como si se tratara de un subalterno suyo, envió al Fiscal General de la Nación a reunirse con los congresistas del partido conservador -que tenían dudas-, para que les resolviera las dudas a favor de la tesis oficial y los absoviera de antemano de toda culpa.
Libre de controles, al Presidente le basta, más que ejercer sus funciones, hacer un manejo de medios de comunicación para seguir adelante en su carrera por la reelección, otra figura nefasta introducida a la Carta Política en beneficio de quienes tienen en sus manos la totalidad del poder.
Sin duda, una linda democracia.
Ante ella, en la forma que actualmente asume entre nosotros, parece oportuno citar a Montesquieu, cuya teoría está en el transfondo de las instituciones colombianas aunque su pensamiento ha sido desfigurado con frecuencia por los obsecuentes juristas que asesoran a los gobernantes:
"Un gobierno monárquico o un gobierno despótico no requieren de excesiva probidad para mantenerse o sustentarse. La fuerza de las disposiciones reales en el uno, el brazo del príncipe siempre levantado en el otro, lo solventan o contienen todo. Pero en un Estado popular se hace preciso un resorte más, que es la virtud".