POR LUDOVICO ARIOSTO
"Audiencia en la Justicia" - Dibujo de ALIEN
Hace tiempo venimos insistiendo en que Colombia carece de una genuina política criminal, lo que implica que no se tenga un verdadero sistema, coherente y armónico, con base en el cual se proteja a la sociedad contra el delito, se persiga efectivamente el crimen, se investigue, juzgue y castigue a los responsables de las conductas reprochadas por la ley, a la vez que se preserven los derechos esenciales de los sindicados o procesados. En suma, en materia penal hace falta un orden jurídico justo, tal como lo quiere la Constitución -según expresa su preámbulo-, que realice también el valor de la seguridad jurídica.
Hoy por hoy no podemos hablar siquiera de un orden mínimo. Lo que impera es la improvisación. Los gobiernos –los llamados a hacerlo- no han ejercido un liderazgo que conduzca al estudio de los muchos elementos y factores que inciden en la administración de justicia –en esta y en todas las ramas del Derecho-, y en consecuencia no han llevado al Congreso, ni han expuesto ante la comunidad, un esquema científicamente elaborado que se aproxime a la realidad y que simultáneamente consulte los principios y reglas que se quisieran consagrar con miras al logro de los objetivos perseguidos. En realidad, si damos una mirada a los últimos diez años de gestión gubernamental, encontramos que ocho se perdieron por completo en la materia, pues no existía un Ministerio de Justicia –encargado de pensar y programar precisamente el diseño requerido para una política criminal-; las funciones al respecto se confundían con las del Ministerio del Interior, y lo poco que se hizo estuvo dedicado a prever disposiciones benévolas para las organizaciones paramilitares (Ley de Justicia y Paz) sobre la base de “desmovilizaciones” que ahora se encuentran judicialmente cuestionadas. Sistema fracasado, con poquísimas condenas y con muchos desmovilizados que siguen delinquiendo, ya sea de manera independiente o integrados a las denominadas “bacrim” (bandas criminales). Los otros dos años –del actual gobierno- se despilfarraron en la preparación, trámite y entierro de la infausta reforma constitucional a la justicia.
El Congreso, por su parte, reformó la Constitución para consagrar, con vacíos e incoherencias, el sistema penal acusatorio; las normas pertinentes entraron en vigor de manera paulatina y muy desordenada, y los resultados no han sido satisfactorios, al punto de reclamar de manera urgente una reforma que muchos hacen consistir en su derogación. Otro fracaso.
En cuanto a los altos tribunales, la Corte Constitucional dejó pasar la Ley de Justicia y Paz no obstante sus protuberantes contradicciones con la Carta Política, y la Corte Suprema de Justicia, que adelantó históricos procesos penales en contra de los llamados “parapolíticos” y que sentó claros principios sobre la necesidad de que los paramilitares, antes de ser extraditados, respondan en Colombia, ante la administración de justicia y ante las víctimas de sus crímenes –dos avances extraordinariamente valiosos en el Derecho Penal-, hoy está modificando su jurisprudencia y parece estar dando pie atrás.
La Fiscalía, que habría podido enderezar sus esfuerzos hacia el objetivo de convocar a las ramas del poder público con miras a la formulación de un proyecto integral para la política criminal del Estado, ha dado palos de ciego; en algunos períodos ha dado pie a la impunidad y en otros ha improvisado, además de haber sido afectada por la inestabilidad e interinidad en su dirección, por causas bien conocidas, y ha sido incapaz de manejar a cabalidad y con efectividad el sistema penal acusatorio y la Ley de Justicia y Paz. A veces da la impresión de perder los papeles y el sentido mismo de su actividad, cayendo en el protagonismo insulso.
Por todo eso, y por otras razones más –como la infiltración de la delincuencia en la misma organización estatal-, en Colombia no tenemos un sistema respetable de administración de justicia en materia penal.