POR TERESA CONSUELO CARDONA G.
Para la organización política del Estado, los medios de comunicación son vitales, porque permiten reducir a su mínima expresión la protesta social, mediante dos acciones: la distracción o la confusión.
Pero empiezan a saltar liebres solitarias, que saben que no rendirse es la principal herramienta para mantenerse vigentes a pesar del peso aplastante del Estado. Para la muestra, Sigifredo López.
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Foto tomada de nobleyreal.blogspot.com
Desde los tiempos de la aberrante justicia sin rostro, hasta nuestros días, de lo que más se ha hablado respecto de los procedimientos de justicia, es de la mafia que opera al interior de las instituciones, que por lógica, deberían combatir a todas las catervas que plagan la sociedad. Todos nos hemos quejado alguna vez de los absurdos procedimientos, de los irracionales ordenamientos que esgrimen jueces y fiscales. Pero por fin tenemos la prueba reina. Y fue precisamente la Fiscalía la que pudo demostrar que su trabajo es una farsa libreteada. Y pudo demostrar, sin proponérselo, lo vulnerables que podemos estar los ciudadanos ante la insaciable avaricia de muchos de sus funcionarios.
Desde cuando un noticiero informó que se libraría orden de captura contra Sigifredo López, por la supuesta participación de éste en el secuestro y posterior asesinato de sus compañeros de cautiverio, la lógica se oponía a semejante esperpento. Ni los grandes novelistas de terror habrían usado semejante idea, por estúpida. Las historias contadas en las novelas deben ser creíbles.
El asunto fue tratado como una novela, con protagonista y antagonista, frente a los cuales, los colombianos tomaron partido. Las redes sociales sirvieron de canal abierto para las opiniones y lo que se pudo percibir de ellas, es que el Estado, representado por la Fiscalía logró sembrar la duda, en cuanto a la inocencia de un hombre que estuvo secuestrado por casi 7 años, y cuyo pecado es estar vivo, a diferencia de sus compañeros de cautiverio.
Los vallecaucanos no nos estremecimos tanto para pedir la liberación de los diputados, que representaban nuestro querer en el poder público regional, como sí para manifestar las dudas acerca del sobreviviente. Entre tanto, la fiscalía soltaba, con cuentagotas, unas pruebas que darían risa, si no fuera porque, aunque resultaron falsas, inútiles, pobres, torpes, mediocres, improductivas, sí sirvieron para destrozar la imagen de un hombre, de su familia y de sus hijos, cuya adolescencia estuvo mediada por la zozobra y el desasosiego.
Hoy, la gran preocupación de los medios, los mismos que lo acusaron y lo condenaron anticipadamente, es conocer si Sigifredo López va a demandar y liberan entre líneas una preocupación prefabricada: somos los colombianos quienes tenemos que pagar. Es decir, Sigifredo será rico a costa de nosotros. Se le culpabiliza intrínsecamente por ser la víctima. Se le despoja de su derecho a reclamar por su honra.
Se le invita a tener piedad con los dineros de los colombianos, como si no hubieran sido los dineros de los colombianos los que pagaron los falsos testigos. No he conocido el primer medio que les explique a los colombianos que cuando una persona es víctima de daños morales tiene derecho a reclamar la reparación que de ese daño provenga, según lo establece el código penal.
Y tampoco está claro, que lo que la Fiscalía hizo y ha hecho repetidamente contra miles de colombianos, es la planeación estratégica de un cúmulo de delitos, delicadamente ubicados para causar daño. Cualquier persona, desde la ignorancia penal, como yo, puede ver en ese y otros casos similares, delitos como el cohecho, tráfico de influencias, enriquecimiento ilícito de quienes tienen el cartel de testigos, abuso de funciones públicas, falso testimonio, infidelidad de los deberes profesionales y hasta encubrimiento. Y todos esos delitos son posibles, gracias a otro delito, que es el abuso de autoridad, cuyo juicio debe hacerse en lo público.
Sin embargo, valdría la pena analizar, por qué sucede esto y por qué lo hemos permitido. Y en la primera mirada al asunto, salta a la vista que la guerra que vivimos, aunque deja miles de muertes, de damnificados, de desmoralizados, de víctimas sociales y económicas, es inventada, y libreteada.
La guerra es una herramienta muy útil a los Estados para alcanzar sus objetivos y establecer criterios para repartir el poder. Un poder que se cuida con las armas que son, a veces, monopolio del Estado, tanto las armas de fuego como otras, entre ellas los falsos testigos, que hacen los ajustes para que los cambios le favorezcan. Al fin y al cabo, una guerra es un acto de violencia con el que se pretende obligar al otro a hacer nuestra voluntad. Es un conflicto de intereses que se resuelve de manera sangrienta. Planteada así, la guerra termina siendo un instrumento político, sometida al abuso de poder, porque no hay otra manera de prolongarla. Y aunque en la organización del Estado, existe el juicio político, que debería enfrentar, por un lado el abuso, y por otro las maniobras de la guerra, es un recurso bastante disimulado. El juicio político se creó para ponerles límite a los abusos de gobernantes, jueces y funcionarios y, deja en claro las causales de destitución. Sin embargo, el juicio político está en manos de los políticos, por lo que la indulgencia y la solidaridad de pares termina imponiéndose y evitando que se impongan sanciones a los abusadores. El juicio político se ha ido transfigurando en control político y el control político en control de beneficios.
Frente a este panorama, queda como recurso, el juicio político hecho por los ciudadanos, que siendo sujetos políticos pueden establecer las sanciones. Una de ellas puede ser la abstención, debidamente interpretada. Nos han convencido de que la única expresión de rechazo político es el voto en blanco, pero es hora de sumar la abstención al lado de las víctimas.
Para la organización política del Estado, los medios de comunicación son vitales, porque permiten reducir a su mínima expresión la protesta social, mediante dos acciones: la distracción o la confusión.
Pero empiezan a saltar liebres solitarias, que saben que no rendirse es la principal herramienta para mantenerse vigentes a pesar del peso aplastante del Estado. Para la muestra, Sigifredo López.