POR JOHANNA GIRALDO GÓMEZ (*)
El pasado 9 de octubre, el Congreso de la República empezó a dar cumplimiento a una obligación de más de 15 años – en virtud de la Sentencia C-239 del 20 de mayo de 1997; M.P Carlos Gaviria Díaz-, mediante el Proyecto de Ley Estatutaria que reglamenta la práctica de la Eutanasia en Colombia. Dicho texto define la eutanasia como “La terminación intencional de la vida por otra persona, esto es, un tercero calificado, el médico tratante, de una forma digna y humana, a partir de la petición libre, informada y reiterada del paciente, que esté sufriendo intensos dolores, continuados padecimientos o una condición de gran dependencia y minusvalía que la persona considere indigna a causa de enfermedad terminal o grave lesión corporal”; ajustándose a los parámetros fijados por la Corte Constitucional, en cuanto a los postulados de vida, dignidad humana, muerte digna y eutanasia.
Si bien es cierto que, para la época del mencionado pronunciamiento por parte de la Corte, existían fuertes posturas encontradas, jurídica y filosóficamente soportadas respecto al tema, aún hoy en Colombia, el panorama es complejo: Defensores de la intangibilidad del Derecho a la vida, que a su vez implica asimilarlo como valor supremo; y defensores de la Libertad Individual ligada a la Dignidad Humana, se encuentran en posiciones divergentes.
Cabe resaltar que los fundamentos del Proyecto de Ley Estatutaria, guardan estrecha relación con los enunciados de la referida sentencia, que, entre otros aspectos, resaltó la importancia del derecho a la vida, de tal manera que “La Constitución no sólo protege la vida como un derecho sino que además la incorpora como un valor del ordenamiento, que implica competencias de intervención, e incluso deberes, para el Estado y para los particulares. La Carta no es neutra frente al valor vida sino que es un ordenamiento claramente en favor de él, opción política que tiene implicaciones, ya que comporta efectivamente un deber del Estado de proteger la vida. Sin embargo, tal y como la Corte ya lo mostró en anteriores decisiones, el Estado no puede pretender cumplir esa obligación desconociendo la autonomía y la dignidad de las propias personas”; situación donde tiene plena validez la libre voluntad del ser humano, para decidir sobre su existencia en condiciones específicamente establecidas, sin desconocer la importancia y protección debida al derecho a la vida.
Más adelante la Alta Corporación agrega: “Sólo el titular del derecho a la vida puede decidir hasta cuándo es ella deseable y compatible con la dignidad humana. Y si los derechos no son absolutos, tampoco lo es el deber de garantizarlos, que puede encontrar límites en la decisión de los individuos, respecto a aquellos asuntos que sólo a ellos les atañen”; como en la presente controversia, donde la persona, libremente, en razón de intensos sufrimientos o graves enfermedades, decide poner fin a su existencia, optando por una muerte digna.
Recordemos que “El derecho fundamental a vivir en forma digna implica entonces el derecho a morir dignamente, pues condenar a una persona a prolongar por un tiempo escaso su existencia, cuando no lo desea y padece profundas aflicciones, equivale no sólo a un trato cruel e inhumano, prohibido por la Carta, sino a una anulación de su dignidad y de su autonomía como sujeto moral. La persona quedaría reducida a un instrumento para la preservación de la vida como valor abstracto”; lo cual es absolutamente incompatible con los principios fundantes de la Carta Política.
Es paradójico, pero nadie cuestiona que la vida es generalmente asumida como un bien jurídico de mayor valor que la libertad; y esto sucede cuando contemplamos la vida de una persona y la libertad de otra. Sin embargo, cuando aludimos a la misma persona, el juicio de valoración requiere considerar su opinión, de donde se infiere que el respeto a la libertad de la persona está por encima de cualquier otra consideración moral o jurídica, incluso de su propia vida, cuando esta no es llevadera, en virtud de ciertos padecimientos que la hacen indigna.
De lo anterior se colige que, así como nadie debe ser obligado a morir, de igual manera, nadie puede ser obligado a vivir contra su propia voluntad en determinadas circunstancias. La Dignidad Humana como valor fundante del Estado Constitucional implica que todos tenemos el derecho a vivir, pero no el deber de seguir viviendo en condiciones denigrantes que menoscaben la autonomía y los mínimos deseables para realizarse plenamente; pues, como lo sostiene la Corte, “Si la manera en que los individuos ven la muerte refleja sus propias convicciones, ellos no pueden ser forzados a continuar viviendo cuando, por las circunstancias extremas en que se encuentran, no lo estiman deseable ni compatible con su propia dignidad, con el argumento inadmisible de que una mayoría lo juzga un imperativo religioso o moral”.
El Derecho a la vida es disponible en el sentido del agere licere –como lo sostiene la doctrina mayoritaria-, y en razón a este, nadie, ni siquiera el Estado, puede afectar injustificadamente la libertad de sus asociados; y menos, cuando esa intromisión comporta graves afectaciones a la Dignidad Humana.
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(*) Johanna Giraldo Gómez
Cofundadora del Observatorio de Derecho Constitucional de la Universidad Libre seccional Pereira,
y miembro del Semillero de DDHH.