POR JOSÉ GREGORIO HERNÁNDEZ GALINDO
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El asesinato de Lorena Henao Montoya, la viuda de la mafia, entre Armenia y La Tebaida, pone de presente una vez más que en Colombia no se han acabado las bandas criminales; que el narcotráfico continúa, y que el Estado no puede cantar victoria, como con frecuencia lo hace, para proclamar que hablar de la mafia en este país es hablar del pasado. Infortunadamente, la mafia continúa actuando y la guerra entre sus integrantes también está a la orden del día.
Recientemente, apenas en septiembre de este año, en una carnicería de Medellín pistoleros que se trasladaban en una moto dieron muerte a otra mujer -también ex convicta como Lorena-, Griselda Blanco, quien en los años 70 y 80 fue conocida en el mundo del hampa como “La reina de la cocaína”.
Y, aunque en forma similar han muerto muchos de los jefes del narcotráfico pertenecientes a los carteles de Medellín, de Cali, del Norte del Valle, de la Costa, detrás de ellos han venido otros criminales a ocupar sus puestos. Existen modalidades de ascenso, una especie de promoción, en cuya virtud un sicario o gatillero, si muestra aptitudes para el crimen y para conseguir dinero mediante actividades ilícitas, sube a los puestos de comando, como históricamente aconteció entre los mafiosos italianos y en la organización criminal norteamericana. De ello fueron ejemplo Jim Colosimo, Alberto Anastasia, Frank Costello, Vicente Mangano, Alfonso Capone, Joe Bonanno, Benjamín “Bugsy” Siegel, Charles Lucky Luciano, “Piernas” Diamond, Carlo Gambino, Meyer Lansky y muchos otros.
Puede ser que no utilicen las mismas estrategias. Ya no están probablemente compuestas en la misma forma las organizaciones criminales de Pablo Escobar, de los hermanos Rodríguez Orejuela o de Orlando Henao, “el hombre del Overol” –hermano de la mujer asesinada ayer-, pero siguen traficando; sus organizaciones son probablemente distintas en estructura –ya no piramidal ni tan centralizada, sino repartida en numerosos grupos-, pero allí están, actuando en territorio colombiano y fuera de él, en contacto con los carteles mexicanos y centroamericanos, y con quienes les compran la droga en los Estados Unidos.
Lo ocurrido también nos recuerda que el crimen no paga. Que quien a hierro mata, a hierro muere. Que estas personas –que tanto mal le han ocasionado a la sociedad-, por mucho dinero y poder que hayan conseguido mediante el crimen, son personas desgraciadas, perseguidas, asediadas, eternamente intranquilas, fácilmente traicionadas por sus propios compinches, y al final perecen víctimas de las mismas armas que usaron y promovieron.
El mundo del crimen es oscuro, tenebroso, sucio, traicionero. En Colombia todavía nos queda mucho por hacer en el camino de contrarrestar su nefasta acción aunque no podemos olvidar un axioma de la vida en sociedad: el delito y los delincuentes siempre existirán. Ello, sin embargo, no puede desalentar a la inmensa mayoría de las personas honestas, ni a quienes tienen a cargo –en el Estado- la defensa de nuestras vidas, honra, bienes, derechos y libertades, como dice la Constitución. La lucha contra los hampones debe continuar, en especial en una sociedad como la colombiana, que tanto ha padecido por su culpa.