POR OCTAVIO QUINTERO
Muchas son las importantes voces que han ido surgiendo en dirección de un reciente editorial de El Satélite referido a la actitud del Congreso de Colombia, a contravía de la opinión pública, porque su actividad legislativa quedó desplazada del Capitolio a la Mesa de Unidad Nacional, contigua al despacho presidencial.
Así de sencillo, como dicen los empíricos, el poder Legislativo, trípode de la democracia universal, ha quedado reducido en Colombia a un comité legislativo donde se cocinan las leyes en la olla a presión del Presidente de turno que mantiene sometidos a los partidos políticos a punta de garrote y zanahoria burocrática.
Esa corrupción política es lo que obliga a que, en la práctica, para que el parlamento tramite un proyecto o una reforma constitucional, es necesario entregar ministerios, institutos descentralizados, superintendencias y otras entidades y puestos a grupos y sectores políticos.
Las “alertas tempranas”, como las define El Satélite, que se están dando sobre el Congreso, se multiplican en momentos en que nos acercamos a las elecciones del 2014.
En un certero apunte, el exmagistrado José Gregorio Hernández, haciendo referencia a los altos cargos cuya elección depende del Congreso: todos los órganos de inspección, control y vigilancia (llamados IAS), los magistrados de las altas cortes y los ascensos militares , pareciera que ya no requieren “hojas de vida sino de relleno” porque en la respectiva elección prima más la intriga que el mérito.
No es nueva la denuncia. En realidad de verdad, los medios de comunicación en sus editoriales, y sus analistas políticos, insistimos cada vez con mayor énfasis en la desinstitucionalización del Congreso. No hay institución de peor imagen en Colombia que el Congreso ni actividad más cuestionada que la de congresista. Más, sin embargo, ahí están, esos son, los que venden la Nación.
¿Por qué? Porque otra afirmación que se ha ido convirtiendo en descarnado axioma es que en Colombia, el ejercicio electoral pasó de ser una cuestión racional a una simple necesidad estomacal: para decirlo abiertamente, en Colombia ya no se vota por convicción sino por hambre, y esa es, tristemente, la fortaleza de quienes están a la diestra del poder y pueden, con nuestros impuestos, regalar casas o tejas; disponer de la suerte de un‘sisbenizado’, desplazado o madre soltera cabeza de familia que, todos a una, se juntan en la intencionada miserabilización del Estado asistencialista que somete a la dádiva la libertad electoral de las masas.
Los eligen y reeligen, en definitiva, porque, como lo anota otro oportuno analista (Abelardo de la Espriella)… “Aquellos que conciben la política como una actividad mercantil y utilizan el poder para saciar sus ambiciones, han comenzado desde ya a comprar conciencias con la plata que le han esquilmado a los contratos de obras civiles, a la salud y a la educación. Lo hacen sin el menor asomo de vergüenza, como quien compra un objeto y tiene derecho a utilizarlo”.
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Fin de folio: En algún lugar de Tocancipá, las reuniones son continuas “al son del tiple y el guaro”, como dice la canción de Portabales.