Aunque en la práctica nuestra sociedad se muestra dura y desconsiderada con los ancianos, y bien poco es lo que se hace con carácter efectivo a su favor por parte del Estado y de los particulares, la Constitución Política consagra principios bien diferentes al respecto. Ver, por ejemplo, sus artículos 13 y 46.
Conviene reflexionar sobre ese tema, sin la superficialidad que predica la tendencia hedonista de “vivir el momento”, en un individualismo llevado al extremo, pues, si no perecemos antes por cualquiera de las múltiples causas que hoy amenazan a los colombianos, todos vamos a llegar a viejos, y sentiremos entonces, como experiencia propia, la indolencia con la que hoy tratamos a nuestros mayores.
Esto no corresponde solamente a una reflexión de carácter moral o religioso, sino a un postulado de convivencia, que surge de la idea misma de sociedad y que, dentro de una concepción humanitaria, tiene significado jurídico en el principio constitucional de la solidaridad.
Tampoco estamos ante una opción puramente caritativa, en virtud de la cual, para acallar nuestras conciencias, entregamos una moneda al desvalido, sino ante un imperativo que dimana de la naturaleza propia del hombre, si bien la experiencia diaria enseña que la actitud solidaria es una de las más escasas, en cuanto cada cual se limita a “vivir su vida”, sea como sea y sin que los demás importen.
Un Estado como el nuestro, que se ha tornado cada vez más indolente, por la obsesión econométrica y la búsqueda incesante de índices que nada dicen al ser humano -razón de ser y justificación del mismo aparato estatal y del orden jurídico-, desdeña el examen de la situación real experimentada por millones de hombres y mujeres que por años entregaron su trabajo y tienen derecho, por Constitución y por justicia, a vivir con dignidad sus años finales, pero tropiezan con la imposibilidad absoluta de obtener el mínimo vital a través de una pensión.
El tema de las pensiones, visto desde la óptica de nuestros gobiernos y legisladores, y de quienes manejan las finanzas estatales y empresariales, ha dado en presentarse hoy simplemente como un problema de la economía que es preciso solucionar por la vía más fácil: la supresión de los derechos de los pensionados o de las personas por pensionarse, y la formulación de normas -inclusive de rango constitucional, si es preciso- ordenadas a dificultar al máximo el acceso de los trabajadores a lo que el sistema considera un beneficio, o un regalo, cuando en realidad corresponde a un verdadero derecho inalienable.
Se esfuerzan, entonces, los asesores del régimen por buscar modalidades ingeniosas que obstruyan las posibilidades de nuevos pensionados y, hasta donde sea posible, liberen a las entidades públicas y a las empresas de la “carga” pensional.
Los candidatos a la presidencia y al Congreso, por su parte, conocedores del altísimo número de personas mayores, buscan desesperadamente sus votos y les prometen esta vida y la otra, pero cuando son elegidos se esmeran en la búsqueda y aprobación de normas que “eliminen el problema pensional”, sin acordarse de los seres humanos afectados. Y los ancianos… que sigan muriéndose de hambre.
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