Lo que ha venido aconteciendo en varios municipios del país tras el suministro de los datos electorales no es otra cosa que una sucesión muy característica y totalmente indebida de asonadas. Es algo que no puede pasar desapercibido, pues demuestra que hay protuberantes fallas en el funcionamiento y operación de nuestro sistema democrático.
Por distintos motivos, todos relacionados con el posible fraude en las elecciones y en muchos casos con participación indebida de gobernantes locales y servidores públicos, ciudadanos del común han salido a las calles para reclamar, pero lo han hecho por la vía de la asonada y la violencia. Se han destruido o saqueado edificios públicos; varias personas han sido heridas, y al menos en un caso se ha producido la muerte de un manifestante.
Preocupa en alto grado el motivo de las protestas, y es muy grave que la reacción implique el uso colectivo de las vías de hecho, o la justicia por propia mano.
En el sistema jurídico existen mecanismos contemplados precisamente para buscar la reivindicación de los derechos de los electores y de quienes consideren que hubo irregularidades en las elecciones y puedan demostrarlo. Son esos medios los que brindan las instituciones y a los que han debido acudir los ciudadanos descontentos.
En ese orden de ideas, el reclamo en tumulto y con perturbación del orden público es completamente ilegítimo.
Que se presenta el fraude; que se cometen en Colombia muchos delitos electorales; que algunas autoridades traicionan su papel institucional y se ponen al servicio de determinados candidatos, y que la claridad de los comicios no es propiamente la característica en numerosas localidades, todo eso es verdad, y lo han denunciado tanto los medios de comunicación como organizaciones no gubernamentales y organismos de control.
La respuesta, infortunadamente, no ha sido siempre institucional, y lo cierto es que la gente, llevada por personas sin escrúpulos y muchas veces con oscuros intereses, ha preferido en ocasiones prescindir de las normas y de los procesos judiciales o administrativos, yendo directamente a tomar medidas por la fuerza, que -se repite- son por ello inaceptables.
Tanto una situación como la otra demuestran que el Estado pierde control, no sólo sobre los procesos electorales, cuya transparencia no ha podido garantizar, sino sobre el orden público, pese a la reiterada proclamación de la tranquilidad en que, según las autoridades, transcurrieron los comicios, cuando lo que se ha visto en realidad es exactamente lo contrario.
Está muy mal que la furia popular y la reivindicación violenta se abran paso en Colombia como formas de protesta. Y está muy mal que el antecedente inmediato de la protesta sea la corrupción política y la parcialidad de funcionarios públicos llamados a garantizar la pureza del sufragio.
Y resulta claro que en todo esto se advierte la falta de autoridad, tanto la física como la moral.
El Estado colombiano no puede consentir en las vías de hecho. Pero tampoco omitir su deber de asegurar la legitimidad electoral.