La generalizada protesta contra el Senador Corzo, actual Presidente del Congreso, que hasta implicó la exigencia de su renuncia, merece comentario en dos aspectos.
1) Ha sido una protesta espontánea de la ciudadanía, expresada en su mayor parte en ese extraordinario medio de comunicación en que se han convertido las redes sociales, cuyo poder aumenta diariamente tanto en Colombia como en el mundo, según experiencias que en los últimos años han tenido lugar en procesos políticos y económicos.
Las redes sociales canalizan, si no de manera total -porque no todo el mundo tiene computador o Internet, y no todas las personas pertenecen a ellas-, por lo menos en buena parte, sentimientos colectivos y formas muy diversas de solidaridad.
En Estados Unidos esas modalidades de opinión influyeron decisivamente en el triunfo de Barack Obama, e inciden hoy en su pérdida de popularidad. Obama, a su vez, las usa para defender sus propuestas. Y han sido definitivas en la oposición a los regímenes dictatoriales árabes.
En Colombia el escándalo de Agro Ingreso Seguro se mantuvo vivo, hasta conducir a los procesos que se adelantan, gracias a las redes sociales. Y otro tanto puede decirse de los casos del “Bolillo” Gómez y del periodista Ernesto Yamhure.
Desde luego, no todo cuanto se impulsa en las redes sociales resulta objetivamente encomiable, y por ello cada consigna debe considerarse con mucho cuidado para que las reacciones masivas no produzcan resultados fatales.
Pero, en general, es sano que la gente pueda expresarse con libertad y producir efectos.
2) De otro lado, lo acontecido con el Senador Corzo muestra a las claras que los servidores públicos responden socialmente por sus declaraciones, y que hoy por hoy las tonterías con las que resultan algunos de ellos no quedan impunes, en especial cuando las palabras usadas van contra la lógica o el sentido común.
Adicionalmente, el caso de Corzo ha servido para corregir -ojala así sea- una tendencia equivocada que han venido mostrando algunos de quienes asumen la Presidencia de altas corporaciones, tanto legislativas como administrativas o judiciales: la de hablar públicamente sobre sus propios conceptos individuales, pero de manera inconsulta, como si provinieran del pensamiento y de los criterios de la corporación a la que representan.
No debe ser así. El Presidente del Senado, por ejemplo, debe hablar a nombre del Senado, pero consultando previamente al Senado.