¿Quién dijo miedo? El neoliberalismo en pleno -carente de conciencia y solidaridad, y ajeno al Estado Social de Derecho- se ha ido lanza en ristre contra la Corte Constitucional y contra la Constitución por el hecho de que esa Corporación, en buena hora, ha declarado una inexequibilidad que no podía dejar de producirse, vistas las evidentes violaciones a la Carta Política, de orden material y formal, en que incurría una norma: la que sobre la marcha y sin tener en cuenta los derechos adquiridos cambiaba las reglas de juego sentadas en 1993 en el llamado régimen de transición en pensiones.
Una vez más, economistas autocalificados como poseedores de la verdad absoluta -fuera de la cual no hay salvación- se atreven, con deleznables argumentos, a indicar cómo habría fallado una “Corte madura”, clamando por un control constitucional inútil o supeditado a los estrechos moldes de su propia y egoísta concepción acerca del entorno económico en que se profiere el fallo.
Nada entienden acerca de lo que es una Constitución Política, e ignoran que los jueces prestan un juramento que los compromete a resolver en Derecho y a no prevaricar.
Para tales escritores, respecto de las normas que proclaman como la única y absoluta tabla de salvación, con independencia de si materialmente son o no constitucionales, la Corte Constitucional no tendría sino dos alternativas: declarar que son exequibles o … ¡declarar que son exequibles!. Cualquiera otra opción está vedada al juez constitucional, que tiene prohibido, según este torpe concepto, declarar inexequibilidades, y que ha debido entonces consultar con ellos, en sus escritorios de tecnócratas, sobre la mejor manera de interpretar y aplicar los preceptos de la Constitución y principios jurídicos antiquísimos como el de los derechos adquiridos. O mejor, no deberían los jueces constitucionales dictar sus sentencias si versan sobre aspectos económicos, sustituyendo esa función de control -en defensa de la Carta- por la del aplauso y la ciega aprobación de cuanto digan, no importa qué ni cómo, el Congreso y en especial el Gobierno. Y todavía mejor: “¿Por qué no desaparecer de una vez por todas ese estorbo en que consiste la justicia constitucional para sustituirlo por los plenos poderes del Ejecutivo?
Una vez más decimos: de los fallos de la Corte se puede discrepar -de hecho, hemos disentido inclusive cuando estábamos dentro de ella-, pero lo que de ningún modo resulta admisible es el desconocimiento de su autoridad, y menos el ataque a la institución misma cada vez que no se comparte una sentencia. O, todavía más grave, asumir la actitud del Gobierno, que quiere convertir en norma de la Constitución todo lo que la Corte declara que es inconstitucional.
Vivimos sin duda una etapa de grave confusión en materia jurídica y, lo que es peor, de preocupante tendencia a desconocer los fallos judiciales en la medida en que sus consecuencias no agradan al obligado.
Y en una manifestación verdaderamente subversiva del orden jurídico, cada fallo de inexequibilidad de la Corte Constitucional da lugar a un proyecto de reforma constitucional que eleva lo inconstitucional a norma básica dentro del sistema jurídico.