Todos estamos identificados con los propósitos estatales de restablecer el orden público, de luchar contra el terrorismo, de recuperar la totalidad del territorio nacional para que en él imperen las instituciones y tengan su ámbito de actividad las autoridades, y de erradicar las muy distintas y graves expresiones de violencia propiciadas por los grupos al margen de la ley.
Pero, desde luego, creemos que esos objetivos –de suyo válidos y deseables- no se pueden conseguir sobre la base de sacrificar el concepto democrático del Estado ni de retroceder en los logros institucionales de protección y garantía de las libertades y los derechos esenciales.
Veíamos en estos días, sin creerlo, que en el Congreso se ha propuesto que en el Estatuto Antiterrorista –cuyo trámite ya lleva un periodo de sesiones de los dos que exige el artículo 375 de la Constitución- se incluya una norma en cuya virtud los sindicados del delito de terrorismo no tengan derecho al habeas corpus.
Esta garantía, que es universal y que no solamente la consagra la Constitución de 1991 sino que se halla incorporada a la esencia misma de la doctrina jurídica sobre el respeto que merecen los derechos fundamentales del ser humano, sin distinción alguna, y está reflejada en todas las Declaraciones y Tratados Internacionales sobre derechos humanos -que prevalecen en el orden interno, según el artículo 93 de la Constitución-, se encuentra en el artículo 30 de la Carta plasmado en los siguientes términos: “ARTICULO 30. Quien estuviere privado de su libertad, y creyere estarlo ilegalmente, tiene derecho a invocar ante cualquier autoridad judicial, en todo tiempo, por sí o por interpuesta persona, el Habeas Corpus, el cual debe resolverse en el término de treinta y seis horas”.
Se trata de una garantía respecto de la cual nadie, bajo ningún pretexto, puede ser excluido, al menos en una sociedad democrática en la que prevalezcan principios como los del respeto a la dignidad humana y la justicia.
El fin no justifica los medios, y el objetivo sano de perseguir el terrorismo no nos autoriza para desconocer el derecho que tiene una persona que se considera privada arbitrariamente de su libertad a que se revise la decisión correspondiente por una autoridad judicial distinta.
Debe verse que en el momento en que se produce la situación objeto del mecanismo de protección la persona no ha sido condenada, y por tanto no se ha desvirtuado la presunción de su inocencia (Art. 29 C.P.). Por tanto, del hecho de que la sindicación sea de haber cometido un delito grave -aunque sea el más grave y terrible que se pueda concebir- no se puede deducir la responsabilidad penal de antemano, y menos inferir que el sindicado pueda ser discriminado en materia de libertad respecto de sindicados por otros delitos. Esas inferencias y deducciones son manifiestamente arbitrarias e injustas, y no pueden admitirse en una sociedad civilizada.
En esos términos, la medida propuesta –que se pretende incorporar a la misma Constitución- nos parece simple y llanamente salvaje. Vergonzosa desde el punto de vista de la civilización fundada en el Derecho. Completamente desproporcionada y ajena a un sentido democrático de la justicia.
Además, se opone flagrantemente a tratados internacionales y a declaraciones de derechos que obligan a Colombia, y que prevalecen, en cuanto tales, sobre la misma Constitución.
Ojalá el Congreso de la República deseche, por absurda, esta idea, que, de otro lado, es inconstitucional desde el punto de vista formal, ya que se introduce en segunda vuelta, contrariando ostensiblemente el artículo 375, inciso final, de la Constitución, lo que implica que se declararía inexequible por la Corte Constitucional, teniendo en cuenta las directrices jurisprudenciales trazadas en la Sentencia C-222 de 1997.