El país ha reaccionado con indignación -que estimo justificada- ante la fuga de la ex directora del DAS María del Pilar Hurtado hacia Panamá. Digo “fuga”, no en el sentido de escape de una cárcel sino porque mediante el truco de la solicitud de asilo -respaldada en las últimas horas por el ex presidente Uribe- ha huído del proceso que se adelanta en su contra por el escándalo de las “chuzadas” practicadas durante su ejercicio en aquél cargo.
Han dicho Uribe y sus ex colaboradores que no gozan de garantías procesales en Colombia. Y horas antes del comunicado en que así lo ha sostenido el ex mandatario, la Sala Penal de la Corte Suprema de Justicia lo ha dejado sin argumentos: se han declarado impedidos sus magistrados para fallar en el caso del ex ministro Sabas Pretelt por el otro escándalo -el de la “yidispolítica”- debido a que ya ellos habían conocido sobre el asunto y habían condenado por cohecho a Yidis Medina y a Teodolindo Avendaño. Una muestra clara de transparencia de los magistrados, y una indudable garantía para el procesado, ya que su caso lo resolverá una Sala de conjueces.
Ahora bien, no me cabe duda acerca de que el otorgamiento de asilo territorial en Panamá a favor de la señora Hurtado sienta un precedente nefasto para la futura aplicación de ese instrumento de protección internacional.
En lo que concierne a Colombia, si no rechaza la actitud panameña con la necesaria contundencia y, por el contrario, da lugar a que todos los involucrados en tales procesos se acojan al asilo, quedará internacionalmente como Estado perseguidor y a nivel interno abrirá un peligroso boquete hacia la impunidad.
El asilo -lo ha debido recordar Martinelli antes de hacer el favor que se le solicitaba- no tiene por objeto la injerencia de un Estado en la administración de justicia de otro, sino proteger a las personas que son perseguidas en su país de origen por razones políticas, raciales o religiosas.
Desde la Declaración Universal de los Derechos Humanos de 1948 se dijo que el derecho de asilo no podría ser invocado contra una acción realmente originada en delitos comunes. Es decir, como también resulta de las convenciones de la Habana de 1928, Montevideo de 1933, Caracas de 1954, para que una persona tenga derecho al asilo y para que el Estado respectivo pueda concederlo, la persona solicitante debe estar probada y ciertamente perseguida. Es inaceptable que se use esta institución para evadir la acción de la justicia o para burlar a los tribunales del Estado de origen.
Colombia no debe aceptar este precedente. El asilo para interferir procesos penales por delitos comunes no puede hacer carrera. El plan fraguado para frustrar el conocimiento de la verdad, al que tenemos derecho todos los colombianos, no puede prosperar porque, si así fuera, desaparecería entre nosotros el genuino concepto de justicia.
Una reflexión final: la Fiscalía se demoró demasiado en adoptar decisiones, y los enemigos de la justicia acudieron a la trampa para obstruirla.