No hay que hacer encuestas para descubrir cuáles los son los grandes problemas nacionales, para comprobar las graves falencias en que ha incurrido el establecimiento en los últimos lustros, ni para entender las necesidades populares que requieren atención inmediata. Las encuestas sirven para medir lo que no sabemos, y por ello justamente son tan manipulables, y son capaces de crear hechos inexistentes y de convencer a todo el mundo de que tales hechos existen.
No requerimos opinómetro alguno para concluir que la pobreza crece día por día en campos y ciudades; que aumenta considerablemente, en la misma proporción, la concentración de la riqueza; que, pese a los datos del DANE, lo cierto es que el desempleo ha llegado a volúmenes intolerables; ni para entender la incidencia que ello tiene en los altos niveles de delincuencia e inseguridad; que, con la complicidad de los organismos estatales de control, las instituciones bancarias se las ingeniaron para desconocer las providencias sobre financiación de vivienda a largo plazo, y que por ello miles de familias pierden los inmuebles adquiridos con esfuerzo y también los dineros en ellos invertidos; que la población desplazada se incrementa y se va convirtiendo en un problema insoluble.
Basta vivir en cualquiera de las ciudades colombianas para verificar que los costos de los servicios públicos domiciliarios se están convirtiendo en impagables; que los productos de primera necesidad se elevan en forma desconsiderada y sin control; que los salarios no alcanzan a cubrir ni la mínima parte de las exigencias más elementales de una familia normal; que “la platica” -como dice el Presidente- ya no sirve para nada pero cada día es más difícil obtenerla; que la clase media está a punto de desaparecer, asfixiada por los bajos ingresos, la voracidad tributaria del Estado y los altos costos, y que va a engrosar las cifras de las capas económicamente inferiores de la población.
Las encuestas tampoco marcan las cifras espantosas de la corrupción, del despilfarro y del desorden administrativo, que sin embargo todos sabemos que son cada día más grandes.
En lo relativo a las muchas formas de vulneración de los derechos fundamentales, van también en aumento, pero por supuesto no salen en las encuestas, y un índice que sirvió en el pasado reciente para medirlas ha dejado de servir: las tutelas triunfantes. Y no porque haya ahora menos violaciones de tales derechos -pues repetimos que se incrementan, como lo podemos establecer palpando directamente lo que ocurre en el país- sino por cuanto algunos jueces se han dejado convencer de que se las debe desestimular -lo cual conviene a la pereza intelectual de ciertos funcionarios-, y encuentran cualquier pretexto para negarlas o para declararlas improcedentes, y la Corte Constitucional poco revisa.
Los pensionados y los que ya tienen derecho a pensión -no hablamos de las altas sino de las bajas pensiones- han venido siendo injustamente presentados como los peores enemigos de la sociedad y del Estado, y las entidades públicas se han empeñado en perseguirlos sin misericordia. Niegan las pensiones, a la espera de que se tramiten procesos judiciales; las liquidan mal con el mismo propósito; no indexan la primera mesada, como lo ha ordenado en fallos obligatorios la Corte Constitucional; y en el Congreso se tramita un proyecto destinado a ignorar en norma constitucional -pues las legales fueron declaradas inexequibles- los derechos adquiridos.
No seguimos con esta enunciación, pues el espacio sería insuficiente, pero la lista es más grande. Lo que no entendemos es el motivo por el cual todavía hay quienes insisten en que Colombia es un paraíso y proclaman a voz en cuello el statu quo.