En el caso de Honduras, aunque el gobierno de Micheletti haya sido elegido por el Congreso, dado que el acto tuvo origen en un hecho de fuerza que desconoció el orden institucional, estamos ante un régimen de facto, ilegítimo e inconstitucional por definición.
Ese Gobierno, impuesto a las malas, en una coalición entre militares y civiles golpistas, se encuentra cada día más aislado. Los Estados Unidos han retirado la visa a Micheletti y a numerosos funcionarios que ejercen el poder de hecho; se han cortado todas las formas de ayuda económica al país; y este lunes en Ginebra, quien pretendía actuar en el Consejo de Derechos Humanos de la ONU como embajador hondureño, fue expulsado de la sala de sesiones; a la vez que España anuncia que prohibirá la entrada a su territorio de cualquier representante del Gobierno golpista, y no admite nada diferente al retorno del orden constitucional.
La actitud de la comunidad internacional no puede ser otra, ya que cualquier forma de reconocimiento, aceptación o recibo sentaría un precedente nefasto para el futuro de la democracia en el mundo.
En el interior del país se mantienen las restricciones a las libertades públicas, y a la fuerza se sofoca la protesta, al paso que ya se están traduciendo en hambre los efectos demoledores del cerco económico propiciado por la terquedad de Micheletti y los demás golpistas, quienes son insensibles a las presiones internacionales e indolentes ante el daño muy grave que se está causando a la población.
Se prepara entretanto un proceso electoral presidido por el Gobierno de facto, al que necesariamente se transmitirá la ilegitimidad como una mancha imborrable, pues de un golpe de Estado no puede salir jamás una elección transparente y libre de sospechas.
Hasta donde lo dejan ver, por su actitud agresiva hacia cuanto implique regresar al Estado de Derecho, el actual dictador y sus áulicos no dejarán el poder sino en manos de sus propios amigos, sea cual sea el resultado de los comicios. Además, ya se sabe que ese resultado será manipulado en forma conveniente para sus fines, y aunque llegaran a ganar los partidarios de Zelaya, no los dejarían posesionar.
Se han quebrado, quizá irreversiblemente, un sistema democrático y un orden político de Derecho. Lo cual no solamente debe preocupar a Zelaya y a los hondureños sino a todos los latinoamericanos.