La situación de Irak; la prosecución de la guerra; la mayor o menor fortaleza del próximo Gobierno norteamericano en la lucha contra el terrorismo internacional; el mejor liderazgo para ello… siguen siendo los temas centrales de los debates entre John Kerry y el Presidente Bush con miras a las elecciones de noviembre, que definirán quién se queda en la Casa Blanca los siguientes cuatro años.
Si se recuerda lo ocurrido después de las últimas elecciones, la debilidad política de George Bush era extrema; las había ganado no propiamente en las urnas, en donde Al Gore había obtenido el mayor número de votos ciudadanos, sino en el estrado de la Corte Suprema de los Estados Unidos, con cuatro votos disidentes, al hacerse a los sufragios electorales del Estado de la Florida. Con un Congreso en el que no disfrutaba de la mayoría requerida y con el cincuenta por ciento en contra, el Presidente comenzó un período cuyos primeros meses no le auguraban mucho éxito, después de ocho años de buen liderazgo y excelente conducción de Bill Clinton, tanto en lo político como en lo económico.
Todo estaba así hasta el 11 de septiembre de 2001, cuando los aviones secuestrados por los efectivos de Al-Qaeda ejecutaron el diabólico plan de Osama Bin Laden y conmocionaron al mundo. Entonces se agigantó la figura presidencial, los niveles de popularidad de Bush subieron ostensiblemente; se olvidó el episodio de su forzado acceso a la Casa Blanca, y encarnó la rabia y el deseo de venganza y reivindicación de los norteamericanos. Ello le facilitó la acción militar en Afganistán, la persecución implacable de los terroristas y de quienes no siéndolo tuvieran que ver algo con los árabes; la expedición de la “Ley patriota” que llevó las libertades y garantías, la presunción de inocencia y el debido proceso a su mínima expresión; y la captura de prisioneros por sospecha y su reclusión en Guantánamo, en condiciones totalmente reñidas con las reglas del Derecho Internacional Humanitario y con los convenios de Ginebra sobre trato de prisioneros.
El ánimo belicoso de la mayoría, que convirtió la seguridad en primera prioridad de Gobierno, le abrió el camino para enderezar las armas contra Sadam Hussein bajo el concepto antijurídico de la “guerra preventiva”; para convencer a Gran Bretaña, a España y a otros países (entre ellos infortunadamente Colombia, por una decisión inconsulta de su Presidente) de que se hacía indispensable atacar a Irak de inmediato, por cuanto Sadam poseía un gran arsenal de destrucción masiva, que jamás se encontró y respecto del cual ya todo el mundo sabe que fue apenas el pretexto -falso, desde luego- para la invasión.
Se hizo la guerra sin cumplir los requisitos de la Carta de Naciones Unidas, y sin importar la posición del Consejo de Seguridad ni los informes de los inspectores de la ONU.
Terminó la guerra pero continúa, y con creciente crudeza. Hubo torturas en la cárcel de Abu Ghraib, e instrucciones oficiales sobre técnicas de debilitamiento de los prisioneros; las imágenes difundidas por Internet causaron impacto; se relacionó al Secretario de Defensa Rumsfield con lo acontecido, pero inexplicablemente se mantuvo en el cargo.
Políticamente, nada ocurrió, y hoy escuchamos que inclusive el lenguaje del candidato demócrata Kerry, no propone la captura y posterior juicio de los terroristas conforme a derecho, sino que afirma: “Los vamos a buscar y los vamos a matar”. Si eso es Kerry, ya sabemos lo que piensan Bush, Rumsfield, Condoleeza Rice, y el actual Vicepresidente norteamericano.