La inconstitucionalidad de un texto por medio del cual se reforma la Constitución Política puede tener origen en causas de fondo o en razones de forma, según el espectro de las facultades que la respectiva Constitución otorgue al órgano encargado del control de constitucionalidad.
Si la Constitución es rígida, como ocurre teóricamente con la nuestra, existirán barreras de índole formal o de trámite para que salga aprobada una modificación de la Carta Política, y por tanto el juez de constitucionalidad deberá examinar, en el ámbito de su competencia, si el cuerpo reformador (llamado Constituyente derivado por los doctrinantes), al ejercer su función, violó o respetó los mandatos fundamentales. Lo contrario acontecerá si la Constitución es flexible y si no es tan fácil demarcar la diferencia que separa la reforma constitucional de las reformas legales.
Otro es el caso de las fronteras materiales del poder de reforma, que pueden ser expresas o tácitas, según el texto y la manera de ser de la misma Constitución. Las primeras estarán consagradas en el mismo articulado, señalando las cláusulas pétreas o los preceptos irreformables por el Constituyente derivado, mientras las segundas, no escritas, sólo serán aceptadas -depende del enfoque- por quienes estimen que el contenido de la Constitución -como resultado de un ejercicio político, de una valoración, de una ponderación, de unos principios y de un sistema- no se agota en la letra de sus preceptos sino que involucra la integridad de la estructura política, jurídica, teleológica, y axiológica del ordenamiento básico: todo un formidable complejo que va mucho más allá de la literalidad de los contenidos normativos.
Eso implica reconocer que, aun sin limites de fondo expresos, el órgano habilitado para reformar la Constitución no está autorizado para hacerlo todo, menos aún si lo que hace desconoce, ignora o pretende sustituir lo esencial de la Constitución.
Así, si la Constitución es democrática, mal puede subsistir como vigente, sostener su respetabilidad y hacer exigible su imperio, una norma que, aun habiendo cumplido todos los trámites previstos para la reforma, consagra elementos antidemocráticos o que sustituyen el fundamento democrático por otro distinto, es inconstitucional y el órgano encargado de la preservación de la Constitución debe poder declararlo, con efectos vinculantes. De lo contrario, no sirve.
Y a pesar de que la Constitución de 1991, de manera ingenua, ha establecido que la Corte Constitucional no puede pronunciarse sino sobre los vicios de procedimiento en la formación del acto reformatorio (Arts. 241-1 y 379 C.P.), ha quedado claro, en formidable providencia de la propia Corte (Sentencia C-551 de 2003), que ella sí puede resolver acerca de la competencia del órgano secundario para sustituir una Constitución por otra.
Lo que ahora esperamos es que la Corte sea consecuente cuando los ciudadanos presenten demandas contra el Acto Legislativo por medio del cual se modifica la Carta Política en materia de reelección presidencial, basadas en el argumento -que nos parece fuerte- de que esta enmienda, al quebrantar uno de los elementos esenciales del Estado Social de Derecho -a su vez esencial a la Constitución-, cual es la igualdad (pues deja todo el poder electoral y todos los instrumentos en cabeza de un solo candidato), sustituye de fondo el ordenamiento aprobado en 1991, para lo cual no es competente el Congreso, y el Tribunal Constitucional debería declararlo.
Es indispensable la coherencia de la Corte. Su propia jurisprudencia se puede convertir en un pesado fardo que la hunda sin remedio.