Por múltiples motivos, entre otros la proliferación de normas y la generalizada pérdida de criterio jurídico entre quienes están llamados a aplicarlas o a administrar justicia, se ha venido produciendo entre nosotros un fenómeno preocupante, según el cual el Derecho pierde eficacia y se convierte para muchos en una panacea difícil de alcanzar o prácticamente imposible.
Se han abierto paso las más variadas posibilidades de interpretación jurídica, sin ningún rigor y con cualquier pretexto.
Esto ha generado, claro está, una inseguridad jurídica galopante, en cuya virtud, las normas han perdido su función y las decisiones judiciales y administrativas o de los organismos de control fluctúan muchas veces según el capricho de los funcionarios, cuando no al vaivén de los intereses, y -lo peor-, en no pocos casos, por ministerio de presiones, influencias o estímulos económicos indebidos.
A tal punto ha llegado el clima de incertidumbre en la aplicación y definición del Derecho -desde luego, sin generalizar el concepto, pues todavía existen funcionarios y jueces probos y estudiosos- que se ha convertido en algo de común ocurrencia la expedición de actos definitivos emanados de una misma autoridad que en breve lapso resuelven en sentido contrario situaciones idénticas, siempre con base en argumentos de carácter supuestamente jurídico y con invocación de normas vigentes y de jurisprudencias actuales.
Como es natural, ello provoca en el ciudadano una inevitable y peligrosa desconfianza en el Estado y en las instituciones, lo que significa muchas veces que se prefieran las vías de hecho, o que se quiera reclamar justicia por mano propia, sin acudir a las instancias contempladas en el ordenamiento jurídico, o que en ciertas zonas del territorio manden los guerrilleros o los paramilitares.
En días pasados observábamos con perplejidad cómo, mediante resistencia violenta, los habitantes de una comunidad impedían la práctica de una diligencia judicial orientada a sacar de su casa de habitación a una anciana, a la cual se había atropellado procesalmente, vulnerando no solamente sus derechos fundamentales sino, con toda evidencia, las normas legales sobre procesos hipotecarios y la reiterada jurisprudencia de la Corte Constitucional al respecto.
Según lo narraron sus familiares, la interesada había agotado la totalidad de los mecanismos de carácter jurídico ordinarios y extraordinarios, encontrando barreras infranqueables en decisiones judiciales y administrativas no sustentadas y caprichosas, lo que condujo finalmente a la práctica de la diligencia en cuestión.
Frente a ello, bajo la perspectiva de la legalidad, no se puede asumir la actitud de considerar legitimas las vías de hecho usadas en defensa de la persona, pero el acontecimiento mueve necesariamente a reflexión, no solamente por cuanto tiene antecedentes (no es la primera vez que ocurre), sino primordialmente porque la ineficacia de las normas jurídicas, a partir de equívocas interpretaciones reñidas con el ordenamiento y con la realidad, genera invariablemente desazón, sensación de impotencia y rabia por parte de los gobernados, lo que no es edificante en el Estado de Derecho.
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