POR JOSÉ GREGORIO HERNÁNDEZ GALINDO
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Los servidores públicos están sujetos a unas reglas de comportamiento específicas y sólo a ellos aplicables, establecidas por la ley. Es su régimen disciplinario. Y pueden ser sancionados si incurren en cualquiera de las faltas contempladas en las normas correspondientes. Pero, como de allí mismo resulta y aunque no es lo mismo el Derecho Disciplinario que el Derecho Penal, los asuntos de tal naturaleza, confiados a autoridades como el Ministerio Público o el Consejo Superior de la Judicatura, no escapan a los principios constitucionales del debido proceso, pues según lo dispone el artículo 29 de la Constitución Política, éste “se aplicará en toda clase de actuaciones judiciales y administrativas”.
Entre las garantías propias del debido proceso están la presunción de inocencia, el derecho de defensa y el principio de legalidad. Así que el servidor público contra el cual se adelanta un proceso disciplinario se presume inocente mientras no se le haya demostrado su culpabilidad, rodeado de todas las garantías procesales; tiene pleno derecho a defenderse, a controvertir las pruebas que se alleguen en su contra y a presentar las que considere que lo favorecen, y no puede ser procesado sino por faltas contempladas en disposiciones legales pre-existentes al acto que se imputa, en las expresamente se haya tipificado la conducta reprochada y la sanción aplicable.
No obstante, en la práctica, desde hace unos años, los jueces de la República han perdido la autonomía funcional que les garantiza la Constitución (arts. 228 y 230) y son sometidos a procesos disciplinarios y hasta destituidos cuando sus decisiones no gustan a los medios de comunicación o son rechazadas en las redes sociales. Basta que se manifieste un descontento más o menos generalizado con una providencia judicial para que se anuncie por la autoridad disciplinaria que serán investigados. Y casi con seguridad son sancionados.
La autonomía funcional implica que, dentro del ámbito de sus atribuciones, en especial cuando la misma ley confiere al juez amplia facultad de apreciación de los hechos y de interpretación de las normas, el juez es libre de adoptar una u otra determinación. Por ejemplo, un juez de garantías, previa ilustración sobre lo acontecido y ante petición de la Fiscalía, decide autónomamente si debe tener lugar o no la privación de la libertad del procesado. Resolver una u otra cosa es de su resorte, y no puede la autoridad disciplinaria, sin invadir esa órbita, decidir que el juez ha debido obrar distinto. Porque si se piensa que prevaricó, hay un proceso penal para establecerlo.
Repitamos lo que sostuvo al respecto la Corte Constitucional: “Es necesario advertir, por otra parte, que la responsabilidad disciplinaria de jueces y magistrados no puede abarcar el campo funcional, esto es el que atañe a la autonomía en la interpretación y aplicación del Derecho según sus competencias. Por consiguiente, el hecho de proferir una sentencia judicial en cumplimiento de la función de administrar justicia no da lugar a acusación ni a proceso disciplinario alguno” (Sentencia C-417 de 1993).
Eso es así. De lo contrario, los jueces disciplinarios estarían por encima de todos los demás y el Derecho no sería sino lo que ellos entendieran por correcto y adecuado, quitando a los jueces en las distintas Ramas de la jurisdicción toda capacidad de apreciación y sana crítica.
Téngase en cuenta, además, que aun en los casos en que se discrepa del sentido de la providencia dictada, ella debe ser cumplida, sin perjuicio del uso de los recursos ordinarios y extraordinarios previstos en el sistema jurídico.
Y si de lo que se trata es de un posible prevaricato del juez, cabe un proceso penal por prevaricato, en el curso del cual, para que aquél sea condenado, será preciso desvirtuar la presunción constitucional de su inocencia y probar que obró con dolo.