PODERES INTRANSFERIBLES

14 Feb 2005
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El problema de la inconstitucionalidad de las reformas constitucionales tiene que ver con la diferencia  entre el Poder Constituyente y la facultad de reformar la Constitución que ésta puede conferir a órganos constituidos.

 

Digamos de una vez que, en una democracia, no es lo mismo el ejercicio del poder soberano de manera directa por el pueblo que el señalamiento de una competencia en cabeza de un órgano constituido, ni es lo mismo que en la Carta  se otorgue autorización a un órgano para legislar, para administrar o gobernar o para impartir justicia, que para introducir a la Constitución Política las modificaciones que requiera, en el curso de su vigencia, con el fin de que se adapte a las transformaciones sociales y a los cambios que sufre la colectividad.

 

El Constituyente denominado originario  -es decir, el que funda la Constitución-  goza de la más absoluta discrecionalidad en el campo jurídico para diseñar a su modo la Constitución, según sus propios valores y de acuerdo con los conceptos políticos en ese momento dominantes, pues el acto de creación de la Constitución no es otra cosa que la toma de una decisión política fundamental, por parte de quien tiene, en las circunstancias y el momento histórico correspondiente, el poder necesario para hacer que rija un determinado Ordenamiento Fundamental, con una cierta filosofía, con unos criterios de Estado, con unos principios que acoge y con un sistema que estructura y establece aquel que, en ejercicio de la soberanía, está en capacidad de obrar.

 

No es cuestión de calificar como bueno o malo, deseable o no, lo que el Constituyente plasme, sino de reconocer un fenómeno político que se impone  por sí mismo y sin necesidad de previas autorizaciones de carácter jurídico.

 

El poder de reforma, en cambio, confiado, como normalmente lo es, a un órgano creado por la Constitución  y que no tendría potestad alguna y ni siquiera existencia si no le hubiesen sido transmitidos por el Constituyente, encuentra como primera limitante la del origen de su “poder”, que mejor debemos tratar como una “competencia”. Aparte de las exigencias formales de su actividad (mayorías, debates, tramites), el poder de reforma está, y debe estar necesariamente, dentro de los valores y postulados básicos profesados por el Constituyente, ya que no tiene una facultad política independiente de aquél, o propia, sino una atribución de naturaleza jurídica que le debe al Constituyente y que le permite reformar la Constitución en lo que no sea esencial a ella ni cambie los fundamentos políticos y axiológicos en que el Constituyente se fundó.

 

Carecería de todo sentido, en el plano político y en el jurídico, que el Constituyente, después de haber instaurado un orden constitucional fundamental según criterios esenciales suyos, entregara de manera abierta  -como una especie de “cheque en blanco”-   a un órgano constituido y facultado por él, todo el poder para derrumbar de un plumazo las bases institucionales de su obra.

 

Así, si uno de los motivos inspiradores de la Constitución es, como en Colombia, la democracia participativa, no es concebible que el Constituyente hubiese conferido al Congreso una potestad absoluta e ilimitada para derogar los mecanismos de participación y prohibir, por ejemplo, el referendo o el plebiscito. Ni tampoco lo sería que, buscada por el Constituyente la efectividad de derechos fundamentales como la igualdad, se plasmara por el órgano constituido una normatividad abiertamente desigualitaria, un apartheid o un orden discriminatorio.

 

Hay, pues, poderes intransferibles del pueblo a sus representantes.

Modificado por última vez en Sábado, 28 Junio 2014 20:16
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