SIN POLITICA CRIMINAL

17 Ene 2006
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Todo Estado debe diseñar y aplicar una política criminal, lo que significa que, presidida su acción por grandes objetivos y criterios, sus leyes contemplan los lineamientos esenciales y los métodos que las autoridades habrán de poner en práctica en la lucha contra la delincuencia y en la preservación de la seguridad y tranquilidad de los asociados.

 

La política criminal, debidamente fijada, establece un marco dentro del cual se produce y opera la legislación, y se adoptan las decisiones generales por parte de las instituciones y funcionarios competentes.

 

Una política criminal bien estructurada implica estabilidad en la legislación y evita los palos de ciego en la formulación de las reglas penales básicas.

 

Si es que existe una política criminal en Colombia  -no lo creo-, es de todas maneras una política errática, variable, voluble, que se va plasmando sin consideración a unos postulados generales, sin relacionar entre sí las sucesivas leyes que se expiden, y por supuesto, bajo la presión del momento: hoy se decide conceder toda clase de beneficios, rebajas, posibilidades de negociación, alivios en las penas, o se resuelve la reducción general de las penas (se hizo a propósito del jubileo, en el cambio de milenio, y se acaba de hacer en la mal llamada ley de justicia y paz), pero mañana, cuando se descubre que el sistema vigente facilita formas de impunidad  -como en el caso del robo de las tapas de alcantarilla, o en el del maltrato de los niños-   se piensa en la presentación de nuevos proyectos de ley para aumentar las penas existentes, para hacerlas más rígidas. Ya pasado mañana, otra coyuntura indicará que, por tratarse de “delitos menores”, resulta aconsejable introducir otra vez rebajas y hasta suprimir las figuras delictivas, o simplemente autorizar a la Fiscalía para que, si considera que son asuntos “de bagatela”, se abstenga de abrir siquiera la investigación penal.

 

Hacia mediados de la pasada década se consideró gravísimo el delito de testaferrato, y con razón, por cuanto a través de él se conseguía, ni más ni menos, burlar al Estado y a la sociedad mediante la simulación de la propiedad de cuantiosas fortunas mal habidas en cabeza de terceros que inescrupulosamente prestaban sus nombres para proteger el patrimonio de los grandes delincuentes.

 

Ese delito, en el marco del Proceso 8.000, era uno de los peores, y había que combatirlo con severidad y firmeza. Junto a él se consagró como autónomo el delito de enriquecimiento ilícito de particulares, que a tantos ha causado dolores de cabeza.

 

Ahora, sin embargo, al reglamentar la ley de justicia y paz, mediante el Decreto 4760 del 30 de diciembre de 2005, desbordando  ostensiblemente el campo propio de esa potestad (art 189, numeral 11 C.P.), el Gobierno Nacional decide facultar a la Fiscalía para aplicar el llamado principio de oportunidad a los casos de las personas que han servido como testaferros de los paramilitares cobijados por esa enrevesada ley.

 

Con independencia de si esto contribuye o no al éxito del proceso que se adelanta con las autodefensas, y de si una conducta hasta ahora condenada por la sociedad pasará a ser buena de la noche a la mañana  -según lo quiera la Fiscalía-,  lo cierto es que aparece evidente un marcado contraste entre la rigidez reciente y la permisividad actual, y  -claro está-  la falta absoluta de una política criminal del Estado colombiano, estable y seria.

Modificado por última vez en Sábado, 28 Junio 2014 20:16
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